QUEBRANTOS Y BENEFICIOS DE LA INFRAPOLÍTICA ARGENTINA

(SEGUNDA PARTE)

Por Carlos P. Mastrorilli



Mutuas implicancias entre la democracia posicional y la infrapolítica

No es conveniente incursionar en el análisis de la infrapolítica argentina, sin antes aclarar algunos aspectos de la relación existente entre la crisis de las democracias clásicas – aquéllas vigentes a partir del Siglo XVIII, Ilustración y Racionalismo mediante- el surgimiento de las democracias posicionales – cuyo origen se encuentra en el colapso ideológico que siguió a la implosión de la URSS- y la conversión de la política en infrapolítica caracterizada ésta por el desplazamiento de una parte significativa de lo real, hacia abajo de la superficie de lo verdaderamente trascendente de la praxis política entre los gobiernos y la oposición.

Las democracias clásicas generaron dos productos que, a la postre, resultaron inseparables de su funcionamiento: la clase de los políticos profesionales y las burocracias administrativas que se ocuparon de allegar los recursos imprescindibles para que el Estado subsistiese y los gobiernos se sostuvieran adaptándose a los intereses de los políticos convertidos en gobernantes conforme los procedimientos constitucionalmente puestos en vigencia para regir las formas según las cuales los gobiernos resultaban democráticamente electos y, en consecuencia legales.

En ocasiónes anteriores expusimos que el origen de las democracias posicionales se encuentra en el colapso de las ideologías – no sólo el marxismo-leninismo- poco después de la mencionada extinción del comunismo soviético. Una vez que los partidos políticos y sus dirigentes profesionales no estuvieron obligados a sostener una u otra verdadera ideología para ejercer como candidatos y gobernantes u opositores con representación parlamentaria, su presentación ante la ciudadanía – los votantes- se limitó a ocupar una de las tres posiciones tradicionales, propias de las democracias clásicas: derecha, centro e izquierda. Este posicionamiento resultó claramente ocasionalista o, si se prefiere, oportunista.

En cualquier sociedad organizada bajo el sistema capitalista/democrático, existen intereses de las clases sociales, factores de poder, grupos de presión cuya dinámica política obedece a modelos culturales cuya vigencia en dichas sociedades viene dada por la estructura capitalista de las economías nacionales. En tanto que la praxis política quedó desvinculada de un modelo ideológico coherente, holístico y, en principio, operable, los partidos y los gobiernos surgidos de procesos electorales, si bien mantuvieron en algunos casos un discurso y unas consignas emparentados con dichos modelos ideológicos, la política real se fue limitando a generar o aprovechar las oportunidades que el devenir pudiera ocasionar para ocupar una de las tres posiciones clásicas. Si nos fijamos en el Occidente europeo, la posición de izquierda fue ocupada por las social-democracias, la de derecha por los militantes del libre mercado y la de centro por expresiones heterogéneas dispuestas a tomar de uno y otro extremo aquellos elementos que pudiesen otorgarle un barniz de moderación: entre el frío y el calor, la tibieza.

Lo que denominamos progresismo banal fue sustituyendo progresivamente a los residuos teóricos que persistieron luego del colapso ideológico. Las cuestiones de género, el ambientalismo ecologista, el feminismo y la ingenua confianza en el bienestar general que producirían los adelantos tecnológicos disponibles en el mercado, reemplazaron con ventajas al materialismo dialéctico, al liberalismo racionalista y, últimamente, a la llamada “doctrina social de la Iglesia”, fundamentada en la religión católica que, en tiempos de la “Rerum Novarum” y la “Cuadragesimo Anno” pretendió plantear una alternativa al marxismo y al liberalismo.

Ahora bien; ¿cómo influyó en la praxis política el abandono de las ideologías dignas de tal nombre? Por un lado puede observarse que, liberados de la impedimenta del rigorismo ideológico, los políticos profesionales fueron adquiriendo una flexibilidad intelectual lindante con el desparpajo moral. Junto con la fidelidad a un modelo ideal de sociedad, fueron desapareciendo las precauciones para no incurrir en contradicciones lógicas y, lo que es más grave, se desvanecieron paulatinamente las fronteras entre la verdad y las falsedades, sean que éstas provinieran de la ignorancia o de una voluntad activa de utilizar la mentira como instrumento para hacer política.

Es natural que en tales circunstancias el oportunismo y la volatilidad del discurso empeñado en la búsqueda de consenso fueran ganando espacio. En tanto las izquierdas renunciaron abiertamente a demoler los cimientos del sistema capitalista, las derechas se agruparon en la defensa numantina de la libertad de mercado y de la especulación financiera. El concepto de libertad se restringió a la economía y en lo que hace a los fueros de las personas y al ejercicio efectivo de las libertades consagradas constitucionalmente, se propuso una falacia indisimulable: la igualdad de oportunidades. Si la izquierda posicional abandonó todo programa basado en la abolición de la propiedad privada – aun la de los medios de producción- la derecha confió en seducir a los ciudadanos a través de un control efectivo de los medios de comunicación de masas. De esta manera a la infrapolítica se le hizo “el campo orégano”.



Sobre el quehacer infrapolítico: el verdadero fundamento de la corrupción

Dadas estas circunstancias, surge claramente la necesidad de explicar cómo sigue funcionando el capitalismo democrático cuando los gobiernos se generan en procesos electorales en los que no están en discusión las cuestiones que, en tiempos de auge ideológico, formaban parte inescindible de la política de cada nación.

En primer lugar hay que tener presente que el paradigma jurídico-constitucional suele seguir siendo el mismo que, por ejemplo, el adoptado por Occidente en los tiempos de la Segunda Postguerra Mundial, cuando el mundo aparecía como el teatro de una confrontación esencial: la del “mundo libre· vs. el comunismo soviético”. Resulta evidente que se han ido produciendo sucesivas inadecuaciones entre la realidad de las democracias posicionales y los contenidos básicos de aquel paradigma. El producto de estas discordancias ha sido un generalizado escepticismo ciudadano respecto del cumplimiento efectivo de las promesas de los políticos profesionales en campaña cuyos discursos han procurado adaptarse a dichos contenidos a los que todavía hoy ellos consideran inseparables del funcionamiento legítimo del poder político.

A todo este complejo escenario hay que agregar la incidencia del multilateralismo integracionista – leading case: la Comunidad Europea – prolegómeno necesario del acelerado proceso de globalización tecno-científico, económico y financiero hoy en curso. En la misma medida en que los estados nacionales han ido transfiriendo poderes hacia el exterior de sus fronteras, como lógica consecuencia se ha ido minimizando la magnitud y la trascendencia de lo que los gobiernos nacionales pueden efectivamente controlar mediante el ejercicio del poder legislativo atribuido por las respectivas constituciones nacionales. En otras palabras: lo que pueden decidir los gobiernos nacionales es cada vez menos importante en materias tan decisivas como la política tributaria, el gasto público, el sistema previsional, lo militar , la tecnología (sobre todo la vinculada a las comunicaciones) etc.

¿Cuál ha sido la reacción básica de los votantes ante estas nuevas realidades? Cuando lo que verdaderamente interesaba a cada sector social era materia de los debates electorales, cada individuo elegía a sus gobernantes entre aquéllos que prometían – y a veces cumplían- contemplar normativamente y aplicar efectivamente lo que interesaba a cada sector social y a cada grupo de opinión. Las experiencias de las últimas décadas a partir de la implosión de la URSS, les han demostrado a las mayorías ciudadanas que lo único que les quedaba por decidir ante cada consulta electoral, era votar por el menos malo, es decir, por los políticos que en principio menos daño se supone que podían provocar a sus intereses de clase.

Sin embargo, aun esta situación ha sufrido otro proceso de degradación que hoy por hoy resulta decisivo en orden a asegurar la gobernabilidad de cada democracia capitalista: la inoculación de una pseudo-ideología en las clases medias que son las más numerosas en las democracias europeas: el progresismo banal. Las clases medias deciden el resultado de las elecciones no solamente por su gravitación numérica: son ellas las que, influidas por los medios de comunicación masivos, generan lo que ha dado en llamarse opinión pública. Esto es así porque es de conocimiento socialmente extenso que la clase alta – los privilegiados por la propiedad privada y por la mayor cuantía del flujo de ingresos- opinan y proceden políticamente como celosos guardianes de sus intereses particulares. En cuanto al proletariado , la clase baja– los pobres, indigentes y marginales- no solamente son cuantitativamente irrelevantes en las democracias más desarrolladas, sino que sus intereses grupales dependen para su satisfacción de la asistencia del sector público de manera tal que todas las otras clases sociales saben que dicha asistencia depende necesariamente de los ingresos que deben captarse de todos los que poseen determinada capacidad contributiva. Naturalmente las clases medias y la clase alta se resisten a votar a políticos que cifran su relativo éxito electoral en el incremento de la presión tributaria.

Si lo que llevamos dicho es correcto, el voto de los sectores medios decide el resultado de las elecciones en las democracias capitalistas de Occidente. ¿Cómo se determina la pertenencia a la clase media? El método de los deciles de ingresos, si bien puede orientar una primera aproximación para el análisis de su comportamiento político, no aporta sino algunas presunciones acerca del voto medioclasista. Es preferible, entonces, adoptar el criterio de Agnes Heller que, en lo esencial, expresa que pertenecen a la clase media aquellos individuos y familias que no sólo poseen la capacidad económica de subvenir a sus necesidades primarias, sino que también están en condiciones de satisfacer las necesidades secundarias o culturales, entendiendo por éstas las que más allá de la alimentación, la vivienda y el cuidado de la salud, se refieren a la educación de los hijos, el ocio recreativo, el acceso a bienes de tecnologías de última generación y, en el caso de la clase medio-alta, la práctica de consumos ostensibles.

Se entiende pues, que la persistente introyección en las clases medias de los contenidos del progresismo banal resulta de primordial interés para el funcionamiento estable de las democracias posicionales. Los partidos que, por derecha o izquierda, insistan en promover oposiciones fundamentadas en criterios ideológicos, serán catalogados como ultras y que tanto las social-democracias como los partidos centristas y los partidos market friendly se esforzarán por excluirlos del arco parlamentario, es decir, a una posición puramente testimonial.

Ahora bien; los votantes de los partidos que ocupan ocasionalmente cada una de las tres posiciones clásicas ¿cómo deciden su voto? Debemos entender que, a pesar de las enormes dosis de propaganda que se aplican a través de todo el aparato publicitario del polo hegemónico de cada sistema de poder, los ciudadanos han adquirido conciencia de que los gobiernos que ellos elijan son, con matices, conservadores del statu quo: ninguno hará la revolución socialista, ninguno defenderá eficazmente sus intereses particulares más valorados, ninguno propondrá ni mucho menos obrará en el sentido de recuperar para los estados nacionales el poder transferido a los organismos transnacionales como es el caso de la Comunidad Europea. El margen de fluctuación socio- económica realmente existente entre el cambio de un gobierno social-demócrata – como el PSOE español – y el Partido Popular cultor de un liberalismo descafeinado – es realmente estrecho. De aquí que los ciudadanos, guiados por lo que les resta de conocimientos basados en la propia experiencia, se hayan ido acostumbrando a votar por el menos malo, es decir, por aquéllos que suponen menos daño harán a sus intereses particulares y por los que perciben como menos corruptos en el ejercicio de la administración burocrática de la cosa pública. ¿Es de extrañar que en estas condiciones la infrapolítica se imponga como el ejercicio realmente efectivo del poder obtenido en una elección democrática?

Finalmente, para concluir esta introducción al análisis de la infrapolítica argentina, es conveniente considerar cómo proceden los políticos profesionales en el contexto de las democracias posicionales. El colapso de las ideologías contribuye a despojar a la militancia política de un instrumento disciplinatorio de suma importancia puesto que la pertenencia a un partido no depende de la plena aceptación por parte del aspirante a gobernante de un modelo teórico vinculado tanto a la doctrina partidaria como a los criterios organizativos de cada fuerza política. Es decir: el militante que desea hacer carrera en un partido tiende a considerarse a sí mismo como un profesional de manera análoga a como otros inician su prestación laboral en una empresa privada o en una institución del Estado. La burocracia de los partidos, allí donde éstos conservan una estructura organizativa estable – no es el caso de la Argentina – es propicia para los que eligen hacer su cursus honorum en dichas organizaciones.

La profesionalidad de los individuos aspirantes en primer lugar a ser candidatos a cargos electivos o bien a destacarse en alguna disciplina teórica de manera de resultar seleccionado para desempeñarse en el funionariado estatal cuando su partido acceda al manejo de de la administración pública, exige en los países de mayor desarrollo institucional como los que están integrados en la Comunidad Europea la posesión de un diploma universitario o bien de nivel terciario. En estas condiciones, la mayoría de los aspirantes tienen en vista la obtención de un salario aceptable – aunque casi siempre bastante inferior al que pudiere acceder en la actividad privada- a la vez que disponer de una estabilidad laboral que siempre suele ser más sólida que en las empresas que compiten en los mercados de la industria, los servicios, las finanzas o en cualquier otra actividad confiada a la iniciativa privada.

Si un ingreso legítimo al espacio institucional-estatal es el objetivo del militante de partidos democráticos, siempre existe la posibilidad de obtener beneficios al margen de las remuneraciones legalmente establecidas para legisladores y altos funcionarios de la administración con acceso a los fondos que los gobiernos recaudan o toman prestados para subvenir, en primer lugar, a las necesidades del Estado que deben atenderse con dineros del erario público. Para individuos pertenecientes a las clases medias – que son los que en una gran mayoría componen las huestes de quienes aspiran a hacer carrera en los aparatos del Estado – entrar en contacto operativo con los fondos públicos sobre los que pueden disponer, o bien como legisladores, aprobar leyes que beneficien a determinados factores de poder, o como miembros del staff jurídico de las reparticiones estatales, actuar como redactores de decretos y resoluciones reglamentarias de las leyes dictadas por las cámaras legislativas, representa, sin duda alguna, una manera de enriquecerse siempre y cuando los controles administrativos y judiciales respecto de los actos de disposición de fondos públicos sean lo suficientemente laxos como para permitir que dichos actos habitualmente no sean juzgados como delitos de orden público conforme las previsiones del Código Penal.

Creo que se entenderá fácilmente que el oportunismo posicional de los partidos con representación parlamentaria, favorece la expansión de la corrupción administrativa. Sin embargo hay que atender a una diferencia nada intrascendente: en tanto los ocupantes de la posición de izquierda, al postergar indefinidamente la antes dogmática abolición de la propiedad privada y la instauración del Estado sin clases, se encuentran necesitados de establecer vínculos con los empresarios capitalistas si deciden incrementar sus ingresos legítimos con el producido de cohechos, fraudes y extorsiones, los que disfrutan de las oportunidades de enriquecimiento que otorga la posición pro-mercado, suelen poseer con anterioridad a su ingreso a las altas funciones del Estado relaciones más o menos estrechas con dichos empresarios. Se podría decir que desde la izquierda las acciones ligadas a los distintos tipos de corrupción, “muerden” en los márgenes de los mercados y, por otra parte, resultan más expuestas al conocimiento de la opinión pública porque, por naturaleza, no disponen del savoir faire que sí exhiben los que proceden de la clase alta o, como CEOs de grandes conglomerados empresarios, comparten con los dueños del capital contactos sociales frecuentes y, por supuesto, un ideario común.

(Continuará)