LA FORMACION DEL ESPÍRITU NACIONAL
Por Antonio Calabrese
El espíritu es la contracara del cuerpo, que es la materia. Pero la vida en plenitud se da sólo cuando están juntos. El cuerpo no tiene vida sin el espíritu. La sociedad es un cuerpo cuya vida está determinada por su espíritu. Es allí donde se transforma en Nación. Según sea la característica de aquél será la grandeza con que se desenvuelva el cuerpo social.
Para encontrar los rasgos identitarios de una nación, es decir su espíritu, es necesario identificar a aquellos que podrían considerarse como prominentes a través del tiempo.
Desechamos en consecuencia, la terminología que lo designa como “conciencia nacional” o “ser nacional” de impronta fuertemente materialista y ligeramente atea.
En nuestra sociedad, podríamos estudiarlos desde dos vertientes a saber: la individual y la colectiva, por momentos contradictorias entre sí, lo que hace a su falta de definición, a un producto o resultado final híbrido sin contornos claros, concretos.
Desde lo individual debiera rescatarse el espíritu del gaucho, libre, nómade, ensimismado en su lucha contra la naturaleza, el medio, generalmente hostil, confiando sólo en sí mismo, y en aquellas cosas en las que apenas puede imponer su señorío, como su facón, imaginado y sentido como una prolongación de su autoridad, el caballo que monta y su poncho que lo protege de las inclemencias del tiempo y también del enemigo en la pelea, arrollado en su brazo.
El gaucho encierra la personalidad típica del ser individualista aunque no fuera sotreta, es indómito, limitado a sobrevivir en la grandeza de una sociedad desértica implantada en la inmensidad de la pampa. Es una mezcla de criollo y de mestizo. Criollo en el sentido del habitante de la colonia que acataba las leyes de la metrópoli pero no las cumplía, en una suerte de desuetudo natural; y mestizo, porque lleva en su carácter una mezcla del conquistador aventurero y del hombre originario, lo que le da ese toque salvaje, pendenciero y rebelde contra el orden establecido.
De allí proviene, tal vez, ese egoísmo acendrado que profesamos y que degenerara en la cultura, cada vez más popular del “sálvese quien pueda”, actitud que se ejercita en la Argentina más allá de cualquier discurso doctrinario de ocasión.
No necesitamos conocer ni adscribir a la “Virtud del Egoísmo” de Ayn Rand, para definirlo así, ni a los fundamentalistas del liberalismo, mucho menos emparentarnos con el conservadorismo duro del “tea party” norteamericano, sólo nos basta con seguir las huellas del gaucho, transformado en ciudadano, a través del tiempo y con las sofisticaciones adquiridas en los siglos XX y XXI.
Desde lo colectivo, o sea lo institucional, la herencia hispánica y católica acaban de delinear nuestras expresiones políticas-
El absolutismo español y la concentración del poder como forma de ejercer la autoridad dieron origen al caudillo, sucesor de los virreyes y capitanes generales, que por repetición en las distintas provincias generaran como sistema el caudillismo que hoy impera en los estados feudales del norte y del sur, extendiéndose poco a poco a la nación después de las sucesivas reelecciones y la falta de alternancias.
En este sistema, que se iniciara inmediatamente después de la liberación de la colonización española, prima la voluntad del jefe sobre la de la ley. Esta es su característica, a lo sumo, si la ley está en contra de los deseos del jefe, se la cambia, pero siempre prevalece la voluntad del ser esclarecido que supuestamente los representa a todos.
No importa la forma con la que llega a adquirir el poder. Su ejercicio lo legitima. Se puede adquirir de facto, por elecciones libres o fraudulentas. Se puede alcanzar con importantes mayorías o con ajustadas diferencias. Lo que caracteriza a la versión moderna del sistema es que el que llega al poder no quiere dejarlo o al menos pretende ejercerlo hasta que le den sus fuerzas.
El otro aspecto hereditario que dejara su huella imborrable en el espíritu nacional es el catolicismo que practicáramos, al menos en los inicios, como religión de estado.
El dogmatismo que impera en la religión católica generado a partir de verdades reveladas y de la infalibilidad del criterio de su cabeza terrenal, el Papa, originando un verticalismo excluyente, que no se puede discutir ni razonar, sólo aceptar, bajo pena de excomunión o de condena eterna al castigo del infierno, creó la cultura de la aceptación resignada con indiferencia de los contenidos a los que se somete.
Con estos ingredientes se forjó el espíritu nacional que cada vez más nos aleja de la democracia o de la convivencia razonable. Marginalidad individual, personalismo hegemónico, desprecio por la ley y concentración de poder, que es a su vez la ley misma.
Es la única explicación, por otra parte, para que con idéntica o similar Constitución, porque la nuestra, según su autor, redactor y miembro informante, de la convención de Santa Fe en 1853, el convencional Dr. José Benjamín Gorostiaga fue volcada en el molde de la norteamericana, hayamos llegado a practicarla de modo tan diferente.
Mientras ellos intentan cumplirla y hacer realidad la división de poderes y el ideal de Montesquieu o Tocqueville, alejados de la concentración hispánica, e inspirados en los principios sajones nacidos ya en el siglo XII, con la Carta de los derechos de los ingleses arrancados al Monarca, despojados de todo oscurantismo dogmático, afianzados en la libertad interpretativa que les enseñó, más tarde, la reforma, nosotros, tratamos de modificarla, de no cumplirla en lo posible, adheridos a las aspiraciones del jefe de turno, sumidos en el personalismo providencial.
Como una consecuencia de ello se encuentra al hegemonismo con el que intentamos una conducta política dominante en lo interno y un amague imperial en lo externo.
Cuando la generación del 80 advierte los defectos genéticos intenta superarlos mediante una política inmigratoria generosa que cambie el biotipo local, sin embargo esta nos sirve no solamente para intentar superarnos, como se hubiese querido, sino también para considerarnos superiores o a la cabeza o en el liderazgo de Latinoamérica, algo que nunca alcanzamos, que superó nuestras posibilidades, que hizo brotar nuevamente ese espíritu dominante de nuestra herencia.
Se comenzó con la falsificación de la historia, creando héroes y situaciones que nos pusieran en el podio de los vencedores cuando apenas sirvieron, por suerte y con mucho orgullo, a superar los problemas coyunturales.
Se terminó en el desquicio económico que nos condena cada vez más a descender en la escala comparativa de niveles en el orden continental.
Los pueblos que sueñan lo que no pueden ser ni siquiera alcanzan lo que deben ser.
Estimo que a fin de corregir estas desviaciones autoritarias para alcanzar la mayoría de edad como sociedad civilizada será conveniente volver, cuanto menos, para empezar, a respetar los derechos del hombre, vigentes desde fines del siglo XVIII, para luego enseñar y practicar valores como la fraternidad que nos otorgará la solidaridad que nos hace falta que comprende, sin duda, la justicia social, o como la igualdad que impida todo tipo de hegemonismos, privilegios y discriminaciones y también la libertad que nos enseña a ser respetados y respetar a los demás.
Tal vez, de esa forma podamos empezar a construir una sociedad más justa y por ende libre y soberana.