TEORÍA Y PRÁCTICA DEL ESTADO PRESENTE

(Tercera nota)

Por Carlos P. Mastrorilli


Las funciones del Estado de Derecho: ensayo de tipificación

Hemos visto que la existencia del Estado se fundamenta en la necesidad de toda la sociedad respecto de su propia subsistencia. Esta subsistencia, se acepta generalmente que se origina en dos fuentes las que sólo se diferencian en cuanto a la forma en que se vinculan con la díada vida/muerte. En tanto que la preservación de la vida se relaciona directamente con las funciones estatales de represión del crimen y defensa de la salud, indirectamente el Estado debe instituir y garantizar el orden necesario para la producción de los bienes y servicios que la sociedad requiere para su subsistencia y reproducción para lo cual resulta necesario atender a la educación, en sentido amplio, de la población. La diferenciación de las funciones no implica que el orden solamente sea una exigencia de la producción y distribución de los bienes y servicios que la sociedad consume. También las funciones vinculadas a la coacción y represión así como las que apuntan a obtener un alto nivel de salubridad en la población requieren de un ámbito ordenado en el que las autoridades respectivas puedan cumplir sus cometidos de la manera más eficaz y eficiente posible.

Podemos suponer, como hipótesis básica en relación a la existencia y perduración del Estado, que las sociedades aceptan pagar el alto precio de la obediencia a la autoridad pública porque si la obtención del orden implicara una permanente disputa acerca de quiénes y cómo deberían implantarlo, el costo de la subsistencia, como lo demostrara Hobbes, sería mucho mayor tanto en términos de dinero como de inseguridad. Si se observan las luchas políticas en Occidente que culminaron con la Revolución Francesa, se verá que la disputa entre la Iglesia y el Imperio – entre el “poder espiritual” y el “poder político”- se centraron en la cuestión de la capacidad para establecer un orden y una autoridad cuyo reconocimiento garantizara la paz social. El triunfo final del poder político sobre el Papado no se produjo como consecuencia de un conflicto que pudiera dirimirse bélicamente, sino como un producto del progreso científico y tecnológico que contribuyó grandemente a que la Iglesia perdiera una parte significativa de su poder espiritual sobre los pueblos europeos. De ahí que Tomasso Campanella haya considerado a Galileo como uno de los artífices del ascendente poder temporal.

Una vez constituidos los Estados nacionales, las controversias cambiaron de rumbo y contenidos. Ya no se trataría de reconocer o desconocer la soberanía del poder político organizado, sino que los debates se centrarían en esta cuestión: ¿cuáles deben ser los límites del poder estatal? O, dicho de otra manera ¿qué debe hacer el Estado y qué debe abstenerse de hacer? Es obvio que si no existieran otros poderes además del que le ha sido atribuido al Estado, éste tendría que hacerlo todo. Pero esto no es así. Además de la Iglesia – que aun privada del poder temporal seguía reclamando esferas de acción exclusivas o compartidas- la evolución económica generó la aparición de grandes constelaciones de poder allí donde con anterioridad sólo existían núcleos germinales de lo que más adelante fueron las megaempresas capitalistas. Los sindicatos de obreros que nacieron como organizaciones de contención del poderío del capital, también alcanzaron una notoria vigencia política cuyo impacto en la historia del Occidente europeo es ampliamente valorado.

Luego de la implosión de la URSS, el capitalismo democrático confluyó con el Estado de Derecho en Occidente. De manera tal que cuando decimos “Estado de Derecho” involucramos en el concepto tanto la estructura económica de la sociedad cuanto la forma de generar las autoridades constitucionales y las formas en que deben ejercerse los poderes de gobierno. Los tres elementos, en la actualidad, resultan inseparables y no existen en el universo político de estos tiempos, ninguna alternativa realista a esa trilogía. De esta manera, el Estado debe, según su propia formulación, atender al orden, a la protección de la vida frente a las amenazas de muerte que proliferan en la sociedad y, finalmente, conforme con la estructura capitalista de la economía, debe preservar la propiedad privada de todos los bienes susceptibles de tener valor incluso – y principalmente- la de los medios de producción y abstenerse de interferir en el uso que los individuos y las empresas deciden dar a esos bienes. Esto es así en principio, aun cuando, como veremos, las tres premisas fundamentales de los Estados de Derecho admitan matices y hasta contradicciones que son las que permiten que el debate ideológico continúe.

El principio de todo intento de sistematización de las funciones del Estado de Derecho es el siguiente: “No hay Orden sin Estado, no hay sociedad sin Orden”. A través de la imposición del orden, el Estado – la Autoridad- conforma a la sociedad la cual, dada la complejidad de las relaciones derivadas de la estructura capitalista de la economía, no podría subsistir si se liberaran de todo control las enormes fuerzas que la producción científica y tecnológica genera y vierte sobre la sociedad. Es posible que el feudalismo permitiese la proliferación de manifestaciones de autoridades de distinto origen y propósito: el monarca, la nobleza, el alto clero y, en la cima de la palestra donde se debatía la soberanía, el Imperio y la Iglesia. Pero este sistema de poderes múltiples y enfrentados entre sí, no pudo sobrevivir al modo de producción de la economía en la que el capital se ha acumulado en manos de una clase social que no pertenecía al “antiguo régimen” aunque se desarrolló en sus entrañas: la burguesía.

Como se dijo antes, el Estado de Derecho, de base capitalista y gobierno democrático, es una de las tantas formas en que, en el curso de la Historia, se ha organizado el poder político. La coincidencia entre el formidable desarrollo científico-tecnológico, la vigencia del Estado de Derecho, el capitalismo y la democracia de partidos, ha generado la falsa idea de que la humanidad ha llegado a dominar la forma de las formas de las técnicas de dominación. Si a ello agregamos la influencia masiva de los medios de comunicación de masas, quizá comprendamos el por qué de la ilusión popularizada por Francis Fukuyama pero que ya tenía su postulación inicial en Hegel.

No es nuestro propósito debatir sobre el futuro del capitalismo democrático en este trabajo. Pero sí resulta necesario sentar un postulado básico: en la actualidad, no existen alternativas reales al predominio del Estado de Derecho, capitalista y democrático y, aunque las crisis recurrentes del sistema capitalista en el cual se basa impacten sobre la estructura política de las sociedades, lo cierto es que en la actualidad no se advierten – ni siquiera en el plano ideológico- modelos de organización del poder distintos del vigente en Occidente, salvo el caso de China, un experimento en pleno desarrollo sobre el que han proliferado vaticinios de lo más diversos. Por lo tanto, nuestro análisis habrá de versar excluyentemente sobre el paradigma antes aludido: Estado de Derecho, gobiernos democráticos, estructura capitalista de la sociedad y de la economía.

A los efectos de comenzar a delinear el funcionamiento del Estado de Derecho, capitalista-democrático, - en adelante nos referiremos a él sólo como Estado- enunciaremos a continuación una categorización de tales funciones según la observación de la dinámica propia de este tipo particular de organización política.

Aunque existen diferencias significativas entre los Estados nacionales que conforman actualmente el espacio de Occidente, es posible establecer ciertas características compartidas que son las que permiten formular una teoría común a todos ellos. En este sentido, teoría significa abstraer ciertas notas comunes y dotadas de permanencia en el tiempo y que posiblemente no han de modificarse significativamente en el mediano plazo. Esta teoría, tal como la entendemos, está destinada a verificar instrumentos de análisis de la realidad política. Es eminentemente descriptiva y sus elementos críticos no dependen de una ideología opuesta al fundamento del Estado sino que se refieren a las contradicciones internas que exhibe el capitalismo democrático organizado como Estado de Derecho.

Tampoco se trata de indagar en las promesas incumplidas de justicia, participación y soberanía que generalmente formulan los defensores del Estado. Las ficciones justificativas que generalmente se postulan para sostener que la situación imperante en la política de Occidente es la mejor de cuantas pudieran concebirse en el actual nivel de desarrollo científico-tecnológico, pertenecen de lleno al reino de la ideología y sólo las tendremos en cuenta cuando se haga necesario señalar las contradicciones emergentes del funcionamiento del Estado basado en la vigencia de dichas ficciones.

Partimos de la clásica oposición entre Estado y sociedad. Concebimos al Estado como un producto social y como una organización cuyos objetivos deberían ser los de la sociedad que le delegó una cantidad de funciones que, por su índole, requieren ser atribuidas a una autoridad investida del monopolio de la violencia. No participamos de la idea de que existe una hipotética razón de Estado que, dadas ciertas circunstancias debería tener prioridad por sobre el cumplimiento estricto de las funciones delegadas. La historia reciente nos demuestra que las invocaciones, explícitas o no, acerca de la primacía de una presunta razón de Estado que obliga a los gobiernos a distanciarse de las normas constitucionales, suelen ser atajos conceptuales para justificar la voluntad de perpetuarse en el mando de gobernantes que sospechan y temen quedar atrapados por una derrota en las urnas.

De esta manera, el Estado sólo debería ejercer el poder que le ha sido transferido y los gobiernos democráticamente elegidos deben sujetar sus actos al contrato político cuya manifestación se encuentra en la Constitución. Solamente una modificación del contrato constitucional podría extender o restringir el alcance de las atribuciones transferidas originalmente al Estado. La sociedad conserva todas las funciones y derechos no delegados en la autoridad estatal.

Sin embargo, estas expresiones no son más que un credo ideológico. La experiencia nos ha demostrado hasta el hartazgo que los gobiernos violan el contrato constitucional y, en otras ocasiones, ejercen la suficiente coacción sobre la ciudadanía como para obtener un cambio en la norma fundamental que les permita conservar el poder obtenido en el pasado, poder al que no desean abandonar. Todo el esquema jurídico-político contenido en las constituciones se encuentra sometido a un constante conflicto por la distribución del poder existente en un sistema nacional. El Estado participa en ese conflicto tomando partido por uno u otro de los agentes sociales o bien actuando como una parte más, interesada en mantener o incrementar el poder de que ya dispone.

No se debe olvidar que la forma de Estado vigente ha surgido de un contrato político suscripto en un pasado que puede ser tan lejano como superado por el desarrollo tecnológico de la sociedad. Si dicho contrato no se renueva democráticamente, se desatan conflictos caracterizados por generar crecientes anomalías y disfuncionalidades que operan en contra la eficacia de las leyes y de la eficiencia de la administración pública.

La ciudadanía, por lo general, no alcanza a distinguir entre malos gobiernos y disfuncionalidades del Estado. Lo que observa, en el mejor de los casos, es que la política y/o la economía andan mal, generándose a la vez, a partir de esta convicción, tanto el desapego frente al debido cumplimiento de la ley – lo que deriva en anomia- y un extendido escepticismo respecto de la política como instrumento del bienestar y la seguridad comunes. De ahí que las actitudes más extendidas respecto del pacto constitucional sean la ignorancia o la indiferencia. Sin embargo, la Constitución como acta de nacimiento del Estado, encierra en su texto tanto la estructura organizativa de las funciones estatales, así como los límites de la autoridad en lo que hace a sus relaciones con la sociedad. Por otra parte, la exégesis constitucional nos da la posibilidad de inferir cómo eran las relaciones de poder al momento de la convocatoria de la asamblea constituyente originaria y cómo esas relaciones de poder, siempre asimétricas, se plasmaron en el texto en definitiva aprobado. Por el rol decisivo que desempeña la Constitución en cuanto a la distribución del poder económico y social y al funcionamiento de los estados, nos parece apropiado referirnos a la cuestión antes de ingresar al tratamiento de las relaciones entre Estado y sociedad.

Es posible suponer que las tesis contractualistas que proceden de la filosofía medieval y se funden con las sostenidas por Hobbes, Locke y Rousseau, derivaran e influyeran necesariamente en el constitucionalismo decimonónico. Como todo contrato entre partes que tienen intereses a la vez coincidentes y contrapuestos, el consagrar en un texto formalmente blindado – o sea exento de las resultantes de conflictos sociales hasta el límite fijados por los procesos revolucionarios- resulta la mejor manera de salvaguardar la voluntad expresada en el acto constituyente y, a la vez, de cerrar el paso a interpretaciones que pequen de arbitrarias. El texto escrito- scripta manent sabían ya los romanos- tiene la virtud de fijar en el tiempo un eje racional apto para limitar jurídicamente los avances de los poderes fácticos interesados en sacar provecho del inexorable distanciamiento de los antecedentes históricos de ese mismo texto.


El Poder Constituyente, el contrato social y el pacto político

Una concepción realista del poder y de la autoridad, puede prescindir de formalizaciones metahistóricas como las que inspiran a las doctrinas contractualistas. Cuando nadie, ni los propios autores de tales doctrinas, postulan que alguna vez hayan existido realmente contratos entre el monarca y los súbditos o entre individuos y otros individuos para formar la sociedad, el recurso a la fórmula contractual parece destinado a dotar de argumentos a quienes en el pasado procuraron impugnar el poder absoluto del soberano y a quienes en el presente se esfuerzan en disciplinar a los rebeldes frente al sistema establecido, recordándoles que, más allá de las leyes, están obligados a seguir asociados en virtud de un pacto sagrado. El contractualismo es una ficción débil con la diferencia respecto de las otras ficciones políticas – justicia, participación y soberanía- que resultan plenamente operativas en el contexto del Estado de Derecho y el capitalismo democrático. No obstante, la excepcionalidad del ejercicio del Poder Constituyente originario y la concurrencia de la ciudadanía a las periódicas votaciones dirigidas a seleccionar a los futuros gobernantes, nos permite asir conceptos vinculados al contractualismo para explicar los rasgos principales de ambos hechos políticos.

Los debates sobre el contractualismo permanecen abiertos y seguirlos en toda su extensión nos llevaría lejos del propósito central en este trabajo. Pero no nos parece pertinente dejarlos de lado por completo pues pueden aportar elementos útiles para dicho propósito. En efecto: todo contrato supone la interacción de por lo menos dos sujetos. Esta interacción se produce al manifestarse la voluntad de las partes referidas al objeto sobre lo que se pretende acordar. Es decir que las dos voluntades, aunque perfectamente discernibles, poseen un objetivo en común cual es la de arribar a un acuerdo presuntamente satisfactorio para ambas partes. Pero también se exige que no existan, al momento de contratar, vicios o defectos que puedan eliminar el ejercicio del libre albedrío que cada sujeto debe aplicar al objeto en cuestión. En este punto, es preciso recordar que la no equivalencia de las voluntades en presencia no es considerada, en principio, un defecto capaz de viciar la libre elección del sujeto dentro de los límites de tolerancia que las leyes civiles suelen fijar de antemano.

Ahora bien: en el reino del poder político la voluntad de uno de los sujetos en presencia – el pueblo, la ciudadanía- sólo puede manifestarse individualmente a través del voto. El voto es una expresión, en principio voluntaria y libre, de cada individuo al que las normas otorgan la capacidad de elegir a los gobernantes o, excepcionalmente, de contribuir a formar la asamblea o convención constituyente que tendrá como función esencial crear y organizar el Estado o reformarlo, establecer las formas de elección de los representantes del pueblo y declarar derechos y garantías para los habitantes de la sociedad nacional decidida a constituirse como entidad soberana.

Cuando se trata de una consulta para elegir representantes con el fin de poner en funcionamiento los poderes legislativo y ejecutivo del Estado, la apariencia de celebración de un contrato puede ser aceptada sin mayores controversias. Una de las partes está constituida por los partidos políticos y sus candidatos que ofrecen a la sociedad un programa de gobierno y se someten al “veredicto de las urnas”. La otra parte es la ciudadanía que se expresa individualmente a través del voto. El objeto del contrato es la formación del gobierno, es decir, la dinámica del Estado sin cuya operatividad éste sería una estructura vacía tal como lo es una sociedad comercial dotada de estatutos pero cuyos órganos de decisión no han sido ocupados por los individuos que han de ejercer las funciones directivas.

Mas cuando se está ante una elección de constituyentes, la cuestión es bien distinta. En primer lugar, hay que distinguir entre Poder Constituyente originario y Poder Constituyente derivado. El primero, al que le correspondería estrictamente la denominación de constituyente, es el que permite el tránsito desde la nación al Estado. En determinadas situaciones históricas, la sociedad adquiere una consistencia nacional a partir de elementos objetivos comunes –lengua, raza, religión, cultura- y tiende a organizarse jurídicamente creando un Estado bajo cuya soberanía el pueblo ha admitido y/o deseado convivir. Para que la sociedad nacional sea tal cosa, además de los elementos antes mencionados, se necesita coincidir mayoritariamente en la aceptación del pasado compartido y en una cierta concepción del futuro en común. Ambas coincidencias se pueden advertir en el texto constitucional con más o menos claridad según las circunstancias.

Pero puede suceder también que el Poder Constituyente originario se ejerza sobre la base de una ruptura con el Estado anteriormente organizado. Este tipo de rupturas, generalmente violentas, se da a partir de desastres bélicos en contiendas con países extranjeros, de guerras civiles, de revoluciones internas con o sin participación de otros estados o de las llamadas luchas de liberación, en las que sociedades hegemonizadas por una metrópoli, eliminan los vínculos coloniales y se constituyen en estados soberanos. Los ejemplos de América Hispánica en el siglo XIX y de África en el XX, ilustran cabalmente este tipo de procesos. En estos casos, el Poder Constituyente procede como si la abrogación de facto de los regímenes jurídicos-constitucionales a partir de los hechos bélicos o revolucionarios acaecidos, implicara el regreso a una situación originaria análoga a la que precede a la creación de un Estado enteramente nuevo.

Fueron, sin duda, la Revolución Francesa, los orígenes de la Constitución de 1790 y la abolición de la monarquía por la Convención Nacional en 1792 los antecedentes de las posteriores especulaciones doctrinarias sobre la naturaleza del poder constituyente. En este sentido, cabe aclarar que el poder convocante que culminó con la abolición de la monarquía, fue el mismo Luis XVI ejecutado el 21 de enero de 1793. En efecto: el origen de las asambleas que ejercieron el poder constituyente fue la convocatoria real a los estados generales en 1789. Los estados generales eran asambleas reunidas para tratar asuntos de estado y formadas por representantes de todas las provincias del Reino pertenecientes a los tres estamentos reconocidos como constitutivos de la sociedad nacional: el clero, la nobleza y el tercer estado o estado llano, designación que comprendía a los burgueses cuya influencia en la economía y en las finanzas estaba en permanente ascenso. El reconocimiento de la burguesía por parte del ministro Necker, hizo posible que en la convocatoria de 1789 se duplicase la representación del tercer estado, a consecuencia de lo cual la burguesía asumió el control de las asambleas, abolió los privilegios de la nobleza y del alto clero y terminó eliminando jurídica y físicamente la monarquía de Luis XVI. El desarrollo de estos acontecimientos demuestra a las claras que el poder convocante del monarca legitimó, ab initio la actividad constitucional de las asambleas aunque, nacida una nueva legitimidad “revolucionaria”, el poder convocante iniciador de todo el proceso fuese suprimido. En la obra de Emmanuel-Joseph Sieyès- tanto en el “Ensayo sobre los Privilegios” como en el más celebrado “¿Qué es el Estado Llano?” se pueden encontrar los fundamentos del proceso constituyente emergente de la Revolución de 1789.

¿Puede hablarse de algún tipo de contrato cuando, por el ejercicio del Poder Constituyente originario, nace un Estado soberano en el territorio donde éste no existía o donde se ha verificado una ruptura como las que hemos enunciado? El problema tiene dos aspectos contradictorios: por un lado parece ser que el ejercicio del Poder Constituyente a partir de una consulta democrática sin restricciones, implicaría un pacto entre los ciudadanos consistente en elegir representantes para que éstos, en el nombre del pueblo, dicten una Constitución que, una vez sancionada, será la norma fundamental que habrá de regir la vida y los destinos de toda la sociedad. Este paradigma sería aceptable si la situación previa a la elección de la convención constituyente careciera de un poder convocante bajo cuya autoridad se desplegase el proceso constitucional. Pero sabemos que históricamente, esto no es posible.

En efecto: si se descarta ab initio la posibilidad del espontaneísmo constitucional, habrá que aceptar que el problema que se presenta cuando es menester indagar sobre la existencia y la personalidad del poder de convocatoria, remite a la cuestión de la autoridad. Si, como se dijo antes, es inconcebible cualquier forma de sociedad más o menos estable sin una autoridad que la gobierne, aun de facto, se sigue que el poder de convocar a una asamblea constituyente de la cual ha de surgir un nuevo Estado, debe necesariamente preexistir a la convocatoria. En el caso argentino, dicha autoridad existía aunque repartida entre varios gobiernos provinciales. Fueron esos gobernadores quienes pudieron convocar a la Constituyente de 1853 aun cuando la autoridad central fuese, después de Caseros, sumamente endeble.

Los gobernadores de provincias, en ejercicio efectivo del mando político sobre sus territorios, o bien fueron elegidos mediante los usos y costumbres pálidamente democráticos que tenían vigencia en la época o bien ejercían la autoridad provincial a partir de situaciones de hecho, generalmente impregnadas de violencia. Los célebres “pactos preexistentes” a los que se remite el Preámbulo de la Constitución no fueron producto de la voluntad de los habitantes de cada provincia, sino de acuerdos entre las autoridades que gobernaban de hecho las provincias. Solamente forzando la interpretación podría decirse que una Constitución concebida de la manera en que lo ha sido la de 1853 fue el producto de un contrato entre los ciudadanos que componían la población de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Como se sabe, el Congreso Constituyente de Santa Fe fue convocado por Urquiza de acuerdo a lo estipulado en el art. 5º del Acuerdo de San Nicolás. El poder convocante era objetado por la Provincia de Buenos Aires por lo que hubo que aguardar hasta 1860 para que la Constitución sancionada en 1853 tuviera los alcances nacionales previstos en los pactos preexistentes.

El Preámbulo de 1853 aclara bien esta cuestión. Los diputados constituyentes se reúnen “por voluntad y elección de las provincias” que “componen” la Nación. De lo que se desprende sin dificultad que las provincias anteceden históricamente a la Nación y que la decisión de reunirse bajo un solo Estado soberano es el producto de la voluntad de las provincias, es decir, de sus gobernantes. El mismo Preámbulo ratifica este criterio interpretativo cuando enuncia, como primer objetivo del Congreso Constituyente el de “constituir la unión nacional” hasta entonces claramente inexistente en los hechos.

En estas circunstancias, parece absurdo sostener que la Constitución es el producto de la voluntad popular expresada democráticamente. Tampoco es válido el argumento, esgrimido por muchos juristas, en el sentido de que la aceptación de los individuos que forman la sociedad recientemente “constitucionalizada”, aceptación concretada bajo la forma de obediencia a las leyes que dictan los poderes constituidos, reemplaza a la inexistente voluntad popular al momento de elegirse a los constituyentes. En algunos casos el vacío se salva plebiscitando la Constitución aprobada por la asamblea, en el entendimiento que la consulta democrática a posteriori permite expresarse a la voluntad de los ciudadanos aunque no se pueda superar el hecho de que el voto por “sí” o por “no” de ninguna manera es un sustituto eficaz de una consulta previa, sobre las materias involucradas en la Constitución: forma del Estado, forma de Gobierno, derechos de los habitantes no delegados en las autoridades constituidas.

De lo dicho se sigue que la voluntad ausente en el Poder Constituyente originario es la voluntad del pueblo. Los representantes que ejercen dicho poder, lo hacen en nombre del pueblo pero el mandato que los instituye como tales les ha sido conferido por autoridades previamente establecidas. Cuando el Preámbulo manifiesta que la voluntad de la convocatoria pertenece a las provincias, dirime la cuestión de manera insoslayable. El corolario de todo ello es que el Poder Constituyente originario se fundamenta en un poder de convocatoria ejercido por las provincias y, por ende, por sus eventuales gobernantes. A partir de este paradigma del caso, se podrán analizar los procesos constituyentes de América Latina luego de ganadas las guerras de la Independencia. Pero lo que debe excluirse por principio es que la Constitución originaria de un Estado pueda ser el producto de la voluntad del pueblo democráticamente expresada.

Obviamente, el Poder Constituyente convocado por los poderes constituidos del Estado, siguiendo las normas que la Constitución originaria establece para su reforma total o parcial, puede asimilarse al pacto político que se hace efectivo en cualquier elección de gobernantes conforme lo regula la misma Constitución. En este caso, tiene vigencia lo dicho anteriormente sobre los partidos y la ciudadanía como sujetos de un contrato político cuyo objeto, en este caso, es la reforma constitucional tal como sucedió en la Argentina en 1994. La Ley Nº 24.309 que declaró necesaria la reforma parcial de la Constitución de 1853 con las reformas de 1860, 1866, 1898 y 1957, se fundamentó en el art. 30 de la Constitución vigente y señaló las materias que deberían ser objeto de los debates y de las eventuales reformas. Más allá del acierto de los cambios introducidos por los constituyentes de 1994, queda en claro que las modificaciones sancionadas fueron el producto de la voluntad de la ciudadanía expresada en el voto que decidió la elección de los constituyentes. Aunque lo cierto es, que en los hechos, la reforma de 1994 fue producto del llamado “Pacto de Olivos” suscripto entre el PJ gobernante y la UCR, principal partido de la oposición. Es un caso típico de ejercicio del poder constituyente derivado de la puesta en práctica de las previsiones de la Constitución sobre su propia reforma.

En el proceso del constitucionalismo, a medida que nos remontamos hacia atrás en la Historia, comprobamos que es imposible encontrar un contrato intrasocietario que permita concluir que la Constitución originaria de un Estado obliga a los individuos a la obediencia a los poderes constituidos en virtud de un pacto celebrado por sus antecesores. No hay tal herencia gravosa para la libertad de las personas como así tampoco se puede sostener científicamente la verosimilitud del pecado original. Los que en una determinada época histórica conviven en una sociedad regida por una autoridad pública surgida de la Constitución, lo hacen por carecer de toda alternativa válida a la obediencia de la ley. Es decir: existe sí un vínculo político entre el primitivo poder convocante y los gobernantes del Estado democrático. Sólo una ruptura revolucionaria como las que mencionamos antes puede devolver al pueblo el poder necesario para variar sustancialmente el sistema establecido. La otra opción, la de las reformas parciales llevadas a cabo bajo las normas de la Constitución vigente, posee dos efectos bien distintos: por un lado introduce enmiendas al texto original que pueden llegar a ser significativas; por otro, ratifica con el voto democrático emitido para elegir a los constituyentes aquellas normas que no sufren modificación alguna. Es decir: toda reforma derivada, es la ocasión propicia para validar democráticamente lo que en su origen fue un pacto entre autoridades políticas preexistentes y/o entre las clases dominantes al momento de sancionarse el texto original.

Desde un punto de vista sociológico, no caben dudas de que la Constitución originaria siempre es el resultado de alianzas de clases, más o menos explicitadas en el texto, que negocian entre sí cómo administrar más eficaz y eficientemente la sociedad preexistente bajo el Estado nacional al que se le adjudica el carácter de soberano. Si se tiene en cuenta en cada caso cuáles han sido los sujetos que urdieron la alianza que diera lugar a la Constitución original, se obviarían muchos debates sobre el sentido de uno u otro artículo de la norma fundamental. La existencia y el peso específico económico y social de la clase trabajadora – tal como sucediera en las constituciones europeas de la Segunda Postguerra y aun en el caso de la Constitución de Weimar- es el único límite que impide considerar a la Constitución como una creación del polo hegemónico del sistema de poder establecido. En el caso argentino, conviene detenerse en reflexionar sobre el artículo 14 bis proveniente de la reforma de 1956 inspirada por un gobierno militar no precisamente obrerista.

De lo antedicho se desprende que el Poder Constituyente que dicta la Constitución originaria del Estado, es siempre consecuencia de la decisión de autoridades o poderes previamente existentes. Si se pretende sostener que en dichos orígenes existe realmente un contrato éste no es el resultado de la convergencia de voluntades individuales sino de un pacto entre poderes preexistentes al nuevo Estado soberano que se quiere constituir. Es decir, insistimos: no es el producto de una voluntad ciudadana democráticamente expresada. La presencia de los factores de poder efectivamente operativos al momento de constituir el Estado, así como la ausencia de la clase trabajadora – fenómeno visible en todo el proceso constitucionalista desarrollado en el siglo XIX- se reflejan en los textos constitucionales y perduran hasta que una ruptura total o parcial con los antecedentes políticos, permite introducir a nuevos factores de poder –tal como los sindicatos- o eliminar a otros que, como los fueros nobiliarios, han perdido su razón de ser en el contexto de la democracia de partidos.


División funcional primaria de los poderes transferidos al Estado

La Constitución establece qué poderes se transfieren de la sociedad nacional al Estado y cómo deben estos poderes ejercerse. En otras palabras, se trata de una transferencia limitada de dos maneras distintas. Por un lado, se limitan los poderes transferidos y por otro se establecen ámbitos, generalmente expresados por omisión, en los que la presencia de los poderes públicos es mínima o inexistente. Es en estos ámbitos donde, como se verá más adelante, el libre albedrío de los individuos puede manifestarse en plenitud.

Entre los poderes transferidos pueden apreciarse distintas intensidades. En tanto hay áreas sociales en las que la gravitación del Estado es decisiva, existen otras en las que la presencia estatal es débil aunque no ausente. Esta gradación de la actividad estatal, permite el ejercicio de una modulación del poder público, sea que éste se manifieste como gobierno o como administración.

La distinción entre gobierno y administración, la he desarrollado suficientemente en “Teoría y Crítica de la Sociedad” (Cfr. Capítulo VI, págs. 177 a 192, “El Concepto de Administración” 1974) a cuyo texto me remito. Sin embargo, me parece útil reproducir ahora las conclusiones de dicho Capítulo: “Mientras el gobierno pretende asumir la totalidad de las contradicciones sociales y armonizarlas conforme a un interés superior, la administración sabe que es imposible esta compatibilización y pretende eliminar o impedir la manifestación de dichas contradicciones, renunciando así a la unidad del mundo social y a todo perfeccionamiento de la organización política de la realidad (concreto social). Mientras el gobierno procedía en virtud de razones de estado, vivas y operantes en la sociedad, la administración oculta las razones del mando e incluso institucionaliza dicho ocultamiento a través de un vasto sistema de censura y control psicológico de la población. Mientras el gobierno confiesa su raíz ideológica y defiende la primacía de dicha raíz, la administración se viste con una neutralidad valorativa y una legalidad que no remite a ninguna norma superior sino que es inmanente a la necesidad del mando como tal”.

En el tiempo transcurrido desde que fueron escritas estas líneas hasta el presente, el desplazamiento desde las posiciones políticas prevalecientes e ideológicamente sustentadas, hacia el mando administrativo basado en consensos obtenidos a través de la influencia creciente de los mediadores intelectuales del sistema establecido, no ha hecho sino acelerarse. La causa principal de la paulatina conversión de los gobiernos capitalistas democráticos hacia lo puramente administrativo, es la confianza, tal vez excesiva, en el éxito de la díada capitalismo/democracia que, en la práctica, permite la ya mencionada des-ideologización de la política y del ejercicio de la autoridad.

Otra distinción previa que nos parece indispensable plantear es la que existe entre los conceptos de poder y autoridad. En tanto que el poder se halla distribuido en la sociedad conforme las relaciones existentes entre los factores de poder que integran el polo hegemónico del sistema, la autoridad constituye una forma consolidada de ese mismo poder que es investida, en los regímenes capitalistas/democráticos, a partir de los mecanismos propios de la democracia representativa. Entendemos que una manera de aproximarnos a la trama más compleja de la degradación institucional a la que aludimos, es la de despejar los malos entendidos y anfibologías que radican en el uso del lenguaje. Está claro que este tipo de ejercicios no pueden abarcar todos los aspectos contenidos en las crisis políticas. Pero, por lo menos, ayudan a limpiar el horizonte de nubes teóricas. Es decir: es necesario, antes de intentar modificar la realidad, hacer el esfuerzo de interpretarla y exponerla de forma inteligible.

Con estas cuestiones previas sumariamente explicadas, estamos en condiciones de pasar a considerar la división primaria de las funciones generalmente atribuidas al Estado capitalista democrático. Veámoslas entonces, centrando el análisis en el caso argentino:

  1. Funciones de input que son las que se ejercen sobre la sociedad civil con el fin de obtener los medios necesarios para cumplir con los objetivos constitucionalmente fijados. (Subsistema tributario)

  2. Funciones de output que son las ejercidas por el Estado para alcanzar los objetivos constitucionalmente fijados. (Gasto público presupuestariamente financiado)

  3. Funciones organizativas que establecen las estructuras del Estado y atribuyen las respectivas competencias. (División de poderes y sostenimiento de la burocracia administrativa)

  4. Funciones de autocontrol que son las establecidas para regular el modo en que se ejercen las funciones de input y de output.

  5. Funciones de control social y económico que tienen por finalidad la administración de la sociedad en aquellos aspectos que se consideran especialmente trascendentes en relación al orden necesario para asegurar la producción de los bienes y servicios imprescindibles para la continuidad de la vida en común.

Funciones de input

Una vez suprimido el servicio militar obligatorio, las funciones de input se centran en el eje de la tributación en sus diversas manifestaciones: impuestos, derechos de aduana, contribuciones sociales, tasas, etc. (input a). La emisión de deuda pública cuando de alguna manera implica una toma forzada por parte de agentes de la sociedad civil, puede incluirse entre estas funciones.

Conjuntamente con estas funciones, los sistemas de estadísticas y censos y los servicios de inteligencia que absorben información de la sociedad civil también pueden considerarse funciones de input. (b).

Funciones de output

Toda vez que el Estado prácticamente ha desaparecido como productor de bienes materiales y como prestador de servicios públicos, las funciones de output se concentran en los subsistemas educativo, sanitario y de seguridad social. También las prestaciones que se refieren a la obra pública, la seguridad interior y a la defensa deben considerarse funciones de output. (a).

La actividad normativa a cargo del Congreso y del PEN en el ámbito de la reglamentación de leyes conjuntamente con el Poder Judicial emisor de sentencias (servicio de justicia) que dirimen intereses y fijan la interpretación del derecho, también deben considerarse funciones de output. (b)

Funciones organizativas

Se trata de las funciones que establecen la estructura organizativa del Estado en sus tres poderes: ley de ministerios, reglamentos de las Cámaras legislativas, ordenamiento de los tribunales de justicia, etc.

Asimismo es preciso incluir en esta categoría a las funciones que se derivan de la forma federal del Estado y de las administraciones municipales según sus competencias y atribuciones.

Funciones de autocontrol

Son las que establecen las formas de regulación de la actividad del Estado con el fin de asegurar que las decisiones de las autoridades se ajusten a la normativa constitucional. Pertenecen a esta categoría las asignadas a la Auditoría General de la Nación y a la Defensoría del Pueblo así como las competencias atribuidas al Poder Judicial en materia de control de la Administración Pública.

Funciones de control social y económico

Son las que tienen que ver con la intervención reguladora del Estado en los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad social en sentido amplio. En general son las incluidas en el denominado poder de policía mediante el cual la administración estatal pretende ordenar, según criterios que varían notablemente de acuerdo a las orientaciones políticas de los gobiernos, la producción de bienes y la prestación de servicios que son asumidos por las empresas, asociaciones civiles, sindicatos, obras sociales, mutuales etc. Se destacan entre estas instituciones los entes reguladores de los servicios públicos transferidos a las empresas privadas – tales como Enargas y Enre - el Comfer, la Anmat y otros organismos de análogo fundamento y orientación.

Entre las funciones enunciadas debería existir una mutua adaptación que impidiera la existencia de conflictos intra-estatales. Los llamados conflictos de poderes que coexisten con la organización constitucional, nos revelan que la armonización funcional no ha sido un problema resuelto adecuadamente en nuestro sistema jurídico público.


La difícil y necesaria coordinación entre las distintas funciones del Estado

Cuando se dejan atrás las concepciones metafísicas del Estado y se tiende a considerarlo como una organización cuya naturaleza está dada por sus fines y por los medios que se le atribuyen para alcanzar esos fines, estamos en lo que podríamos denominar la teoría funcional del Estado. El orden de prelación que parte del individuo y la familia, conforma la sociedad y organiza finalmente el Estado – no puede existir una sociedad sin individuos y no puede existir el Estado si no se sustenta en la sociedad- permite analizar las funciones del Estado cuyo desempeño, en principio, no puede ser confiado a organizaciones menos complejas y no dotadas del poder de crear y aplicar las normas que deben regir al concreto social.

Si se acepta este punto de partida, puede entenderse que la teoría del Estado tiene que ver, primeramente, con la coordinación de los tipos de funciones que hemos sumariamente señalado más arriba. En efecto: la relación básica entre ingreso y gasto públicos plantea una cuestión que debe resolverse necesariamente con carácter previo a las otras interrelaciones de funcionamiento.

La cuestión de los límites de la intervención estatal en la economía y las funciones sociales

La crisis desatada en el capitalismo mundial en 2007/2008 y las respuestas que los gobiernos de EEUU y la Comunidad Europea han dado frente a los graves problemas y conflictos que dicha crisis expuso a la superficie, volvió a poner de manifiesto la vieja polémica sobre la necesidad de regulaciones que, a partir de un acrecentado intervencionismo estatal, limitase el funcionamiento de los mercados los cuales fueron razonablemente imputados de haber provocado los sismos económicos cuyos efectos y consecuencias aun hoy están lejos de ser controlados convenientemente.

En primer lugar, parece necesario distinguir entre el sujeto interviniente y los contenidos de la intervención. En efecto; cuando se plantea la necesidad de que el Estado intervenga en la actividad económica y/o financiera, esta necesidad se fundamenta en la falibilidad de los mercados para autorregularse de manera estable, segura y no contradictoria con las finalidades de bien común que supuestamente el Estado y los gobiernos democráticamente electos consideran indeclinables. Sin embargo, la intervención del Estado suele canalizarse a través de normativas de distinta jerarquía: legales, reglamentarias, interpretativas. Como toda norma, la que autoriza la intervención de los gobernantes en funciones, configura una orden que puede o no ser acatada por los sujetos pasivos de la decisión. Es decir: en un primer momento, la orden de intervención no constituye una modificación en concreto de la situación preexistente. Cuando la orden no se cumple, total o parcialmente, en principio debe actuar el poder judicial cuyas sentencias pueden o no estar de acuerdo con la norma que generó la intervención.

Con esta reflexión lo que deseamos poner de manifiesto es la existencia de una clara distinción en materia de intervencionismo estatal. Cuando la conducta que se pretende obtener masivamente es la de los agentes sociales involucrados en la norma, el efecto de la norma siempre será mediato porque su aplicación depende de voluntades ajenas a la autoridad que creó la norma. En cambio, cuando la intervención se concreta en actos propios del poder administrador –por ejemplo una transferencia de fondos públicos hacia los bancos en peligro de quiebra- el efecto es inmediato y la intervención queda consumada. Esta distinción es de la máxima importancia si tenemos en cuenta que las transferencias millonarias del Estado a las entidades financieras, estuvieron, en la mayoría de los casos, sujetas al cumplimiento de normas que obligaban a los bancos y empresas socorridas a adoptar comportamientos que difieren de los habituales cuando las regulaciones eran inexistentes. El incumplimiento de estas regulaciones por parte de los beneficiados por las ayudas estatales, ya ha planteado conflictos de gran magnitud y alcances que deberán ser dirimidos a posteriori del uso de las subvenciones concedidas.

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Con esta parte del presente artículo, hemos pretendido delinear el marco conceptual dentro del que entendemos debe apreciarse el intervencionismo estatal en el contexto del sistema del capitalismo democrático. Las contradicciones, no sólo teóricas, que el intervencionismo provoca en las sociedades en las que este fenómeno se manifiesta, suelen ser determinantes en el fracaso de los gobiernos que fundamentan su preeminencia electoral en una actividad pública que supera los límites constitucionales vigentes.

La alternativa que consiste en reformar la Constitución vigente para adecuarla a las prácticas intervencionistas – caso de la argentina de 1949- no siempre se encuentra disponible en razón de que las mayorías necesarias para avanzar en la dirección propuesta, deben surgir de una previa modificación del polo hegemónico del sistema de poder y ésta, a su vez, requiere de transformaciones estructurales de la economía nacional que difícilmente puedan llevarse a cabo antes de la mencionada reforma constitucional. Como veremos, se plantea de esta manera un verdadero círculo vicioso.

En la próxima entrega se analizará el caso del intervencionismo kirchnerista y sus consecuencias para la estabilidad del orden que requiere la producción y distribución de los bienes y servicios necesarios para la subsistencia y reproducción de la sociedad nacional.

(Continuará)