TEORÍA Y PRÁCTICA DEL ESTADO PRESENTE.

(Segunda parte)


Por Carlos P. Mastrorilli.


En la nota precedente intentamos dejar asentados algunos elementos que caracterizan el intervencionismo estatal en el contexto de los sistemas capitalistas/democráticos. Estos son:

1) El capitalismo es una forma de organizar la sociedad y la democracia una forma de administrarla.

2) El intervencionismo deriva en una hipertrofia del Estado al asumir funciones que la normativa propia del capitalismo democrático adjudica a organizaciones no estatales.

3) El debate teórico que domina las controversias entre los partidos operantes en el sistema capitalista/democrático, después de la expansión del multilateralismo y la globalización, se concentra en la cuestión que versa “sobre lo que debe y no debe hacer el Estado”

4) La hipertrofia de la intervención estatal genera dos consecuencias inevitables: la administración pública se torna más compleja – complejidad que se incrementa con cada función asumida por el Estado- y, por otra parte, se deteriora la capacidad de los gobiernos para mediar en los conflictos que se suscitan en la sociedad civil entre intereses opuestos.

En la presente nota se expondrán los fundamentos principales de la teoría hobbesiana del Estado a la que consideramos el antecedente históricamente más relevante de la Ciencia Política moderna.


EL “MONSTRUO” DEL ESTADO: THOMAS HOBBES Y EL LEVIATÁN.

A partir del “Leviatán” de Thomas Hobbes las principales funciones que el Estado debe asumir para que la sociedad pueda producir los bienes y servicios necesarios para su subsistencia y reproducción, quedaron firmemente establecidas.

Para Hobbes el deseo de poder se basa en la condición antropológica de la especie humana, la única capaz de representarse el futuro y de hacer previsiones a su respecto. “Pues no hay “finis ultimus” ni “summum bonum” como se dice en los libros de los viejos filósofos morales” Para Hobbes, la vida y el deseo llegan a su fin juntos: sólo los muertos no tienen deseos. Los hombres desean el bonum sibi – el propio bien- constituido por la perpetuación de la propia vida y la búsqueda de la felicidad individual que se supone deriva de la posesión de bienes materiales y de poder. “La necesidad de la naturaleza hizo a los hombres querer y desear el “bonum sibi”, lo que es bueno para ellos y evitar lo dañino, pero más que nada, al terrible enemigo de la naturaleza, la muerte, de la cual esperamos tanto la pérdida de todo poder como el mayor de los dolores corporales en esa pérdida(Cfr, “Elements of Law” I XIV)

El concepto de homo homini lupus debe entenderse como producto de un presupuesto conceptual de Hobbes: en el estado de naturaleza todos los hombres son o se consideran iguales entre ellos. Si esta igualdad se viese confrontada con el conflicto derivado de que una pluralidad de individuos deseasen las mismas cosas que no pueden ser disfrutadas en común, todos se vuelven enemigos de todos porque todos son libres de buscar el bonum sibi que es el bien anhelado por la propia naturaleza humana. Como no existe en el estado de naturaleza nada que impida al individuo en conflicto utilizar todos los medios para preservar su vida contra los ataques y amenazas de sus enemigos, “cada hombre tiene derecho a todas las cosas, incluido el cuerpo del otro” lo que significa tomar posesión de su vida infligiéndole la muerte.

La única limitación que Hobbes entiende está presente en el estado de naturaleza reside en el concepto de necesidad. Pero esa necesidad se legitima no a través de un principio aplicable erga omnes sino que deriva de lo que cada individuo cree que necesita para su preservación presente y su seguridad futura. Todo el que posea algo de valor en orden a estas necesidades, teme ser víctima de alguien que crea necesitar de las cosas por él poseídas. El remedio más apto para la conservación de la propiedad “es la anticipación, es decir, el dominio por medio de la fuerza o la astucia, de todos los hombres que pueda, durante el tiempo que sea precisa, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarlo”. Para Hobbes, la igualdad natural conduce al peligro y la percepción del peligro engendra el derecho a precaverse mediante la adquisición “de un poder seguro e irresistible que confiere el derecho de dominio y gobierno sobre aquellos que no pueden resistirlo” (Cfr. “De Cive” y “Elements of Law”). De esta manera el estado natural del hombre es un estado de guerra, en el que cada cual supone que todos los otros son sus enemigos y que alguno de ellos creerá que lo que un individuo posee le resulta necesario para su preservación. El otro es el lobo depredador potencial del rebaño poseído.


El Estado según Hobbes.

Veamos ahora al análisis de lo que Hobbes entendía por “Estado”, materia esta que se debe abstraer de las circunstancias históricas en las que el “Leviatán” fue concebido y sin dejar de tener en cuenta las ideas acerca del estado de naturaleza y de sus leyes que constituyen la base antropológica de la teoría política hobbesiana.

Si nos preguntamos por qué Hobbes identificó al Estado con el monstruo del Leviatán, de inmediato se nos presenta una contradicción. Según las Escrituras, el Leviatán, enfrentado a Yahvé finalmente muere porque el combate entre un Dios inmortal y un “dios mortal” como Leviatán no podía finalizar sino con la muerte de éste. Por consiguiente, Hobbes pensaba que el Leviatán, en algún momento de la Historia, desaparecería. No es ésta la oportunidad para indagar en la escatología hobbesiana pero no es posible pasar por alto la analogía con la utopía marxista relativa al fin del Estado.

Parece indubitable que el pacto que da origen al Estado implica una ecuación de preferencia: el bienestar que se obtiene bajo la égida del Estado es manifiestamente inferior al que pudiera alcanzarse sin las limitaciones a la libertad que supone la existencia y la eficacia de la autoridad estatal. Pero ese bienestar más modesto y el malestar que se sigue de la gravitación del Estado sobre nuestras existencias, se compensa con el goce de un producto que sólo el Estado puede proporcionar: la seguridad, es decir, una vida más segura que requiere como primer resultado la evitación de la muerte y la garantía del libre uso y goce de los bienes que son necesarios para la aseguración de la vida.

El Estado de Hobbes está lejos de ser el producto de un continuo histórico que parte de la familia, el clan, la vecindad o la relación económica de trabajo. Como lo señala Von Martin, el Estado hobbesiano es una organización producto de la razón, artificial y desligada de cualquier fundamento moral o religioso. El Estado laico moderno ya está prefigurado en el Leviatán y así lo entendieron sus críticos y enemigos políticos que repudiaron sus ideas apoyándose en la tradición religiosa y en las Escrituras. (Cfr. A Von Martin “Sociología del Renacimiento” FCE ed. México 1966, citado por Camusso y Schnaith)

Las ideas que regían el contractualismo de Hobbes, ubicado en su tiempo y circunstancias, “resultaban riesgosas para los ideólogos de la clase que, por entonces, comenzaba a dictar las nuevas reglas del juego en torno al poder. Todos los teóricos de la burguesía se debatieron en el problema de superar el peligroso germen de relativismo que traían aparejado esas ideas” (Cfr. Camusso y Schnaith “Thomas Hobbes y los orígenes del Estado Burgués” Siglo XXI Argentina ed. Buenos Aires, 1973). El escándalo que provocaba Hobbes, según estas autoras, se debía a su inveterado desprecio de la metafísica, su fidelidad al “método científico” que él creía dominar y el abandono deliberado de toda justificación ética del Estado. Lo cual nos parece perfectamente expresado: Hobbes puede ser considerado el verdadero padre de la ciencia política, pues fue el primero en manifestar sin ambages la naturaleza artificial del Estado como producto de individuos movidos únicamente por el deseo de preservar la vida y evitar racionalmente la muerte a manos de sus semejantes.

Si bien Hobbes partía de una hipotética igualdad entre todos los hombres, esta igualdad, lo mismo que el contrato de asociación, son explicaciones ex post facto de lo empíricamente comprobable en el tiempo en que vivió. El pacto o es producto de la igualdad o de la fuerza bruta y, en este caso, no habría consenso voluntario sino mera tiranía. El contractualismo, en la obra de Hobbes, tenía un sentido progresista, es decir, servía a un designio de fundamentar la soberanía en un principio racional que apuntaba al corazón de la pretensión de legitimar al monarca en un indemostrable arbitrio divino.

Se dirá, como lo han hecho los críticos marxistas del contractualismo, que tanto la igualdad originaria como la celebración del pacto social son tan indemostrables como el designio divino de dotar con los atributos de la soberanía a un monarca personificado en un rey de carne y hueso. Lo cual es cierto y obliga a encontrar otro fundamento de la autoridad estatal. Pero es evidente que, a la luz de la Historia, el pensamiento de Hobbes continúa vigente – aun cuando contradicho- en tanto que el de los teólogos medievales ha quedado reducido a la arqueología de la Ciencia Política. La idea de un Dios, cuya misma existencia es racionalmente indemostrable, como valedor excluyente de la autoridad de algunos pocos hombres sobre el resto de sus semejantes, le pareció a Hobbes y a todos los pensadores políticos que le siguieron no sólo opuesta a la razón humana sino también como contraria a la evolución de las sociedades en el sentido de dejar atrás el mundo de la pura necesidad consustancial a las primitivas épocas de la historia de nuestra especie.

El contractualismo de Hobbes es, sin duda alguna, la pieza maestra de su teoría del Estado. Es evidente que ni él ni los contractualistas que siguieron sus huellas, aunque para arribar a destinos bien diversos, creyeron nunca en la existencia histórica del contrato social. El origen de la idea acerca de un primitivo contrato entre el gobernante y los gobernados, radicó en la necesidad de justificar de alguna manera el derecho de resistencia de los súbditos cuando el monarca abusaba del poder otorgado. El soberano, según esta teoría, estaba obligado a respetar la ley natural. Cuando sus actos violaban dicha ley –también hipotética- el pueblo tenía el derecho de desobedecer y aun el de derrocarlo.

La cuestión subsiguiente era la de determinar qué autoridad podía decidir si el soberano había violado significativamente la ley natural. Fuera del Papa en el Occidente cristiano medieval, ninguna otra autoridad podía interferir en la relación entre el monarca y sus súbditos. En la medida en que esto fue aceptado, la Iglesia conservaba el poder de interferencia consistente en legitimar o no las rebeliones populares. Los sostenedores del derecho divino de las monarquías, al reservar sólo a Dios el juicio de los actos de los reyes, paradojalmente venían a negar la atribución de la Iglesia para interpretar el derecho de resistencia.

Hobbes se aparta revolucionariamente de estos antecedentes. Su modelo de contrato tenía como objetivo preservar el poder absoluto e indivisible del monarca frente a las pretensiones de la aristocracia contenidas en la rebelión parlamentaria. No se comprendería bien este modelo si no se lo imbrica en su concepción del estado de naturaleza, signado por la más absoluta inseguridad respecto de la preservación de la vida. La libertad individual que Hobbes sacrifica en el altar de la seguridad, era, en su pensamiento, un bien de inferior jerarquía al de la vida. Por otra parte, en la guerra de todos contra todos, esa libertad originaria sería en extremo restringida porque los actos individuales estarían siempre gobernados por la necesidad de repeler los ataques de todos los otros individuos que desearan poseer los mismos bienes que el sujeto agredido. El pasaje del estado de naturaleza a la sociedad civil requiere de la hipótesis contractualista porque Hobbes no podía imaginar que el poder político dimanara directamente del pueblo a través del ejercicio de la democracia representativa.

Es un error grave de interpretación considerar a Hobbes principalmente como un defensor acérrimo del absolutismo monárquico. Aunque tal hubiese sido su intención primera, su talento político le obligó a concebir al Estado como un mal necesario, derivado del caos primitivo y al monarca como un producto tangible, personificado, del poder imprescindible para ordenar la sociedad y permitir que los individuos se dedicaran a producir los bienes requeridos para la subsistencia del conjunto. Los que reprochan a Hobbes el haber sacrificado las libertades naturales, no tienen en cuenta que su antropología política partía de una base firme: todos los hombres son iguales porque todos son seres racionales y dotados de libre albedrío. Impulsados por la razón y haciendo un uso racional del libre albedrío es que pactan restringir sus libertades concretas para salvaguardar el bien absoluto que es la vida. La ficción contractualista en la versión de Hobbes, tiene sus raíces en la díada vida/muerte, raíces que permanecen incólumes.Tanto como para sostener el árbol del Estado capitalista-democrático que hoy tiene plena vigencia en Occidente.

El contractualismo, incluso el de Hobbes, presenta dos aspectos bien diferenciados. El primero, lógicamente, se refiere al pacto de los individuos entre sí que, ansiosos por superar el estado de naturaleza, generan un ser artificial al que dotan de todos los atributos necesarios para instaurar la paz y el orden social. Entre esos atributos se encuentra la personalidad, esencialmente diferente de la de los individuos. El segundo aspecto del contractualismo, es el que proviene de la teoría del derecho a la resistencia que parte de la base de un acuerdo para obedecer al soberano en tanto éste no gobierne violando la ley natural. Esta concepción vertical del contrato entre el monarca y los súbditos se encuentra implícita en la definición que Hobbes hace del Estado en el Leviatán: “es una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud, mediante pactos recíprocos de sus miembros, con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y los medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y la defensa común. En esta definición se pueden encontrar dos principios esenciales. Una lectura subraya la frase “…como lo juzgue conveniente…” poniendo así el acento sobre la ilimitación del poder transferido por el pacto al monarca. Otra mirada, se detiene en “…para asegurar la paz y la defensa común” que en los desarrollos teóricos posteriores a Hobbes se transforma en una limitación teleológica cuya transgresión debe desembocar en la ilegitimidad del mando político. No es posible olvidar, en esta disputa de interpretaciones, que Hobbes se manifestó claramente a favor de que los individuos retuviesen el derecho natural de defenderse frente al poder del soberano. La perduración del derecho de defensa debe entenderse como que la relación entre los súbditos y el monarca era bilateral: el soberano debía garantizar la paz y la vida de los individuos. Éstos, aun después de haber suscripto el pacto que generó la autoridad del rey, conservaban el derecho de defenderse aun en los casos en que no hubiese abuso grave de esa autoridad. El contrato, aunque implícito, no puede considerarse agotado en el acto de su celebración y esto incluye el vínculo entre el soberano y los súbditos que no se reduce a la mera relación de mando y obediencia.

En el mundo hipotético del contractualismo hobbesiano, si a un individuo se le preguntara por qué obedece al soberano, él bien podría responder “porque el monarca se ha obligado a preservar nuestras vidas e instaurar la paz sin que nosotros hayamos abdicado del derecho de defendernos contra la violencia, aun cuando ésta proceda del soberano”. La consecuencia para nosotros fundamental es que, en el Estado capitalista democrático, si la autoridad no cumple con su obligación de evitar la muerte de cualquiera a manos de “otro” – aun cuando ese “otro” sea el mismo Estado- el poder deja de ser legítimo y, lógicamente, el pueblo puede resistirlo. Si bien en Hobbes ni el origen democrático de los gobiernos ni, en consecuencia, el derecho de resistencia frente a los abusos cometidos por gobiernos dotados de legitimidad de origen estuvieron contemplados, la evolución de los principios hobbesianos conducen inevitablemente a este resultado: la pérdida de la legitimidad de ejercicio por parte de los gobiernos de origen democrático, genera para los pueblos el derecho de resistencia a los abusos.


Colofón para argentinos.

El pueblo argentino convive bajo un sistema capitalista/democrático, la forma de organizar la sociedad que predomina en Occidente. Pero nuestro capitalismo está seriamente deteriorado y nuestra democracia funciona demasiado imperfectamente como para generar gobiernos eficientes, aptos para depurar al capitalismo de los vicios y deformaciones vigentes desde décadas atrás.

Estas calificaciones no son producto de una ideología sino que son demostrables empíricamente, casi diríamos estadísticamente. El proceso históricamente repetido según el cual gobiernos formalmente legítimos en su origen, devienen ilegítimos en razón de violar los compromisos y promesas “de campaña” en virtud de los que fueron mayoritariamente votados genera una consecuencia inevitable: la “ilegitimidad de ejercicio” es moneda corriente entre nosotros.

Si Thomas Hobbes observara el funcionamiento del Estado nacional argentino y estuviese en capacidad de aplicar los principios del “Leviatán” a esta democracia posicional (no ideológica) mediante el uso de los instrumentos de análisis adecuados – de la tecnología informática digamos- con toda seguridad sería partidario de atribuir al pueblo el derecho de resistencia y defensa que él predicó en su tiempo respecto del monarca abusador que se creía investido por Dios del poder de hacerse obedecer aun en contra del derecho a la vida y a la propiedad de los bienes que hacen posible el “bienestar general” que el Preámbulo de nuestra Constitución establece como el fundamento del contrato político, no social, entre los ciudadanos que votan y los políticos que se covierten en gobernantes en virtud de la cantidad de sufragios obtenidos en las convocatorias electorales periódicas.

No es casual que en el contexto de la grave crisis institucional que nos afecta, hayan aparecido voces que centran análisis y críticas tanto referidas a la economía como a la política en el concepto de libertad. Porque no se requieren demasiadas explicaciones para entender que el Leviatán sólo es soportable si su existencia nos asegura que cada ciudadano pueda vivir en paz y gozar de los frutos de su trabajo sin que las exacciones transgredan los límites de lo razonable y lo equitativo. Si, como en el caso argentino, la ciudadanía, tal vez sin darse cuenta cabal de lo que estaba sucediendo, ha consentido en transferir a una sub-clase el gobierno de la sociedad en que se vive una cantidad tal de poder de coacción que la vida de cada individuo depende excesivamente de decisiones ajenas al “bienestar general” de la población, entonces tal vez haya llegado el día de que advirtamos, como lo postulaba Hobbes, “que nadie es más esclavo que quien se cree libre sin serlo”.

(Continuará)