TEORÍA Y PRÁCTICA DEL ESTADO PRESENTE.


Por Carlos P. Mastrorilli.


Si hay algo que el gobierno del Frente de Todos tiene bien en claro, es la necesidad insoslayable de que el Estado intervenga en la mayor parte de los procesos económicos, sociales y culturales que se desarrollan en la sociedad nacional. Dichos procesos son los que permiten sostener la subsistencia y la reproducción de los individuos y las familias: por esta razón son inexorables. Es decir, si no están a cargo de la administración estatal, otros, indefectiblemente, asumirán su conducción a partir de poner en ejercicio el poder que tengan a su disposición. En términos groseros: lo que no hace el Estado lo hará el mercado. Para el kirchnerismo, en tanto el mercado desarrolla sus actividades con el único objetivo del lucro empresario y/o personal, el Estado interviene para asegurar el bienestar general, el bien común y la asistencia “a los que menos tienen”

Ahora bien: el Estado es una organización compleja que debe ser gobernada por quienes se hallen en posesión de las atribuciones, políticas, jurídicas y tecno-científicas necesarias para operar las múltiples actividades que exige la conducción de los mecanismos institucionales destinados a asegurar, en primer lugar, la continuidad y la eficacia de la administración pública y luego la de resolver los conflictos que son connaturales al funcionamiento de las sociedades del tipo de las vigentes en la Edad Postmoderna. O sea las estructuradas bajo el sistema capitalista/democrático.

¿Quiénes son, entonces, los que deben poseer la capacidad de asumir la ardua tarea de gobernar una Nación? Indudablemente los políticos profesionales; es decir los que han dedicado su tiempo a formarse en las materias que son propias de la gobernabilidad, adquiriendo los conocimientos y la experiencia imprescindibles para hacerse cargo de los tres monopolios en que se funda la primacía del orden estatal: el de hacer y aplicar el Derecho; el de la coacción física y psíquica y el de emitir moneda e imponer tributos a los diversos agentes sociales presentes en la sociedad.

El político profesional debe dedicar su vida a tiempo completo al dominio de las dos disciplinas obligatorias que exige la constitución democrática: primero saber hacerse elegir en elecciones libres de toda sospecha de fraude; segundo, una vez transformados en gobernantes por el voto de la ciudadanía, a desempeñarse en las funciones a las que accedieron por la voluntad popular de manera eficiente y, en lo posible, ajustada a la normativa vigente en cada etapa histórica.


La formalización del contrato político entre los ciudadanos y los candidatos aspirantes a representarlos.

Después que la democracia clásica – republicana, constitucionalista y afín al capitalismo- dejara su lugar a lo que llamamos democracia posicional, las cuestiones ideológicas antes presentes en los debates entre partidos, han desaparecido prácticamente de las campañas electorales y, en general, de los antagonismos de tipo teórico o académico. Si bien se mira el único capítulo que ha pervivido de la tragicomedia que opuso el liberalismo al marxismo-leninismo es el que versa sobre el quantum de intervención del Estado en la economía real y en las finanzas.

El debate sobre la proporción de funciones que corresponden al Estado y al mercado en el capitalismo democrático en la era del posicionalismo, se conforma con una variedad de enfoques la sumatoria de los cuales determina si los sujetos entre los que se reparte el poder disponible en una sociedad, su ubican a la derecha o a la izquierda del centro político. Cuestiones que fueron tan decisivas durante los años previos a la globalización tecno-científica, económica y financiera como el rol del proletariado, la propiedad privada, la reforma agraria o la lucha de clases, han quedado tal vez definitivamente obsoletas o bien reservadas a minúsculos grupos de ideólogos carentes de vigencia electoral. Las izquierdas posicionales con representación institucional no plantean la colectivización de la producción agraria ni la de los medios de producción, sino que procuran que la convivencia con el capital privado sea lo suficientemente elástica como para permitir que los partidos y la clase política profesional compartan el lucro derivado de las actividades económicas que han permanecido dentro de los límites jurisdiccionales del Estado nacional y que no han sido transferidas a través de las vías multilaterales en auge, a organismos supranacionales y, en tal carácter, prácticamente exentas del control de la ciudadanía de cada país.

La consecuencia más inmediata de esta situación es que la clase política profesional debe desempeñar un rol decisivo en la conservación del equilibrio entre estatismo y libre mercado, de manera tal que no se activen los mecanismos defensivos de los sectores más concentrados del empresariado nacional ni se produzca una masiva fuga de los capitales extranjeros invertidos en la economía real y en las finanzas del país. Ello es así en tanto en la Argentina no se produzca la transformación de las fuerzas armadas en el único sostén efectivo del régimen gobernante como en Venezuela y, en buena medida, también en Cuba.

Una cuestión poco explorada en nuestra sociología política es la que versa sobre cómo se genera y evoluciona la conformación de una sub-clase de individuos que se dedican casi exclusivamente a la militancia política. En otras palabras: de dónde provienen y cómo se accede a las posiciones partidarias de privilegio como paso previo a ser “elegibles” para ser candidatos a ocupar un lugar en las listas de diputados, concejales, consejeros escolares, etc. En un pasado no demasiado lejano, el cursus honorum, el proceso para ascender de la condición de simple afiliado o militante a un lugar entre los aspirantes a formar parte de los gobiernos municipales, provinciales y nacionales, poseía un componente vocacional que algunas veces se manifiesta tempranamente en la participación en actividades propias de la militancia estudiantil y otras se circunscribe a la participación en organizaciones barriales y/o en los llamados ahora movimientos sociales cuyo auge se corresponde con la evidente declinación de los partidos políticos tradicionales.

Existe, por otra parte, una vía de acceso a los gobiernos que deriva de la voluntad del Presidente de la República que es quien, conforme lo establece el Art. 99, inc. 7 de la Constitución Nacional “Nombra y remueve… al jefe de gabinete de los ministros y a los demás ministros del despacho…”. En principio – y sólo en principio- el acceso de los ministros y demás altos funcionarios que contempla la Ley de Ministerios, se produce en virtud de los conocimientos específicos que los candidatos a ocupar los despachos ministeriales presuntamente poseen para desempeñarse con idoneidad y probidad en los altos cargos de la administración pública. De sta manera han accedido a las funciones ministeriales individuos que en su actividad profesional previa se destacaron hasta el punto en que sus conocimientos fueron reconocidos públicamente.

En este contexto, conviene tener presente lo declarado por el Art. 16 de nuestra Constitución en cuanto expresa que “Todos sus habitantes son iguales ante la ley y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Se entiende que la norma se refiere a los empleos públicos, puesto que en los privados rigen otros principios conforme los cuales es posible que el empleador prefiera contratar a un individuo atendiendo menos a su idoneidad que al nivel salarial pretendido. .

Sin embargo, el requisito de la idoneidad no rige para los cargos electivos. En el caso de los diputados, por ejemplo, el Art. 48 de la Constitución exige haber cumplido la edad de 25 años, tener cuatro años “de ciudadanía en ejercicio” y ser natural de la provincia que lo elija o con dos años de residencia en ella. Tampoco se requiere idoneidad para ser elegido senador (Art. 55 de la CN) ni siquiera para ser elegido Presidente (Art. 89 de la CN).

Cuando se ha planteado la cuestión de la idoneidad de los aspirantes a ocupar cargos electivos, la respuesta de los defensores del sistema establecido por la Constitución ha sido congruente con el principio de la soberanía popular: los ciudadanos son los únicos que pueden juzgar la aptitud de los candidatos a convertirse de políticos profesionales en gobernantes. Las virtudes y defectos de los elegibles, tanto moral como intelectualmente, están a disposición de los votantes de manera tal que si éstos eligen a ignorantes o a inmorales, son ellos quienes asumen la responsabilidad de sufragar por tal o cual candidato. Este principio fundamental ha llegado a extenderse hasta el punto en que se ha propuesto que también los jueces, fiscales y defensores públicos, debieran ser elegidos por el voto popular.

La consecuencia más trascendente de la aplicación de nuestro sistema constitucional es la de generar una forma de corresponsabilidad entre electores y elegidos de manera tal que las políticas que se deriven de la puesta en ejercicio de las atribuciones concedidas al presidente, los ministros y los legisladores han sido producto de un contrato político que, en el caso de incumplimiento por parte de los gobernantes democráticamente electos, sólo puede ser rescindido mediante la revocación del mandato conferido a través de una nueva votación en la que puede manifestarse el llamado “voto castigo” lo que implica elegir a “otros” representantes pertenecientes a partidos que militan en la “oposición” y que se han ocupado de señalar las desviaciones incurridas por los gobernantes en funciones respecto de las propuestas y plataformas expuestas durante las campañas destinadas a captar el voto de la mayoría. Un remedio más drástico pero de muy ardua administración es el contemplado en el Art. 53 de la CN: el juicio político por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones o por crímenes comunes cometidos por el presidente, el vicepresidente, el jefe de gabinete de ministros y los miembros de la Corte Suprema.

Otra institución vinculada con el sistema de representación política de los ciudadanos, es la que se refiere a la iniciativa popular establecida en el Art. 39 de la CN. La facultad atribuida a los ciudadanos de presentar proyectos de ley por ante la Cámara de Diputados – considerada como una forma de democracia semi-directa- evidentemente ha sido incorporada al texto constitucional en 1994 con el objetivo de poner al alcance de la ciudadanía un instrumento que mitigue la condición de irrevocable que, conforme el sistema establecido, posee el contrato político celebrado entre la ciudadanía y la clase política profesional a través del voto Una iniciativa, aunque restringida en sus alcances, como la incorporada por el Art. 39 tiende a permitir que promesas de campaña – por ejemplo sancionar una ley modificatoria del actual régimen laboral- puedan ser introducidas en el ámbito legislativo para su ulterior tratamiento y sanción. Aunque limitadamente la iniciativa popular contemplada permitiría expresar que la delegación de facultades en los gobernantes elegidos no es absoluta pues la ciudadanía conservaría un poder de iniciativa que, en condiciones menos estrictas que las establecidas legalmente, podría morigerar los efectos del incumplimiento de las propuestas publicitadas en tiempos de las campañas electorales.


El kirchnerismo y la teoría del Estado presente.

Después de que la democracia clásica – republicana, constitucionalista y afín al capitalismo- dejara su lugar a lo que llamamos democracia posicional, las cuestiones ideológicas antes presentes en los debates entre partidos, han desaparecido prácticamente de las campañas electorales y, en general, de los antagonismos de tipo teórico o académico. Si bien se mira el único capítulo de importancia que ha sobrevivido de la controversia que opuso el liberalismo al marxismo-leninismo es el que versa sobre la intervención del Estado en la economía real y las finanzas, como queda dicho más arriba.

Las izquierdas posicionales- por motivos de insuficiencia crónica de poderío electoral- no plantean la colectivización de la producción agraria ni la de los medios de producción, sino que procuran que la convivencia con el capital privado sea lo suficientemente elástica como para permitir que los partidos y la clase política profesional compartan la renta derivada de las actividades económicas que han permanecido dentro de los límites jurisdiccionales del Estado nacional. Si perviven partidos de la izquierda clásica, trotskistas o leninistas, generalmente desempeñan roles testimoniales y contribuyen a sostener la idea de pluralismo político y tolerancia que tan útil resulta al capitalismo democrático,

El Estado presente en la concepción del kirchnerismo significa transferir al gobierno funciones y atribuciones que versan sobre la toma de decisiones respecto de la gestión de determinadas organizaciones productivas de bienes y servicios que tradicionalmente estaban a cargo de empresas producto de la inversión de capitales privados, tanto de origen nacional como extranjero. Se entiende fácilmente que cuanto mayor sea la proporción de estatismo más poder de decisión es transferido a la esfera pública y, en consecuencia, a los políticos profesionales que acceden al gobierno. Éstos, de tal manera asumen dos roles preponderantes: el de administradores de la crecida res publica y la de mediadores entre el Estado y el mercado. Como administradores deben ser eficaces y eficientes; como mediadores entre lo público y lo privado, deben poner en práctica conocimientos de índole sociológica y política a fin de evitar enfrentamientos insusceptibles de resolución pacífica dentro de los límites marcados por el sistema constitucional vigente. Cuando estos conflictos se reproducen y afectan el orden necesario para la producción de los bienes y servicios necesarios para la subsistencia de la sociedad, resulta inevitable recurrir a los mecanismos coactivos, en principio admitidos por la legislación vigente. Y cuando éstos no alcancen a eliminar dichos conflictos, se producen vacíos de poder que son el prolegómeno de la ruptura del sistema democrático, ruptura causada por la irrupción del polo coactivo del sistema de poder sobre las estructuras del Estado de Derecho. En palabras llanas, golpes de estado de origen militar.

Ahora bien; en el transcurso del actual avatar político argentino signado por el acceso al mando institucional de una cuarta versión del kirchnerismo, la cuestión de los avances del intervencionismo estatal promovido por el gobierno de Alberto Fernández se ha transformado en el eje sobre el cual gira la relación del oficialismo con la oposición. No se trata, en realidad, de una controversia ideológica sino de un proceso de expansión liderado por una parte significativa de la clase política profesional con el objetivo, apenas disimulado, de manejar cajas, es decir, de incrementar las oportunidades de acceder a fondos públicos a fin de introducir modificaciones importantes en la configuración previa del polo hegemónico del sistema de poder. Lo cual, no significa que una parte de dichos fondos no sea apropiada por algunos integrantes de los gobiernos nacional, provincial o municipal. El desvío de fondos públicos hacia actividades propias de los partidos políticos o hacia los bolsillos de funcionarios, punteros y contrapartes del capitalismo compinche, es connatural a la expansión del Estado hacia actividades propias de la empresa privada. Se entiende claramente, entonces, que las contrataciones vinculadas a la obra pública sean las más proficuas en orden a “lubricar” la transferencia ilegítima de fondos públicos a emprendedores amigos del poder – el caso Lázaro Báez, el más notorio- o directamente a testaferros y prestanombres de los más altos burócratas del régimen.

La continuidad en el tiempo de las relaciones de poder hoy establecidas depende de que los distintos líderes que conforman el kirchnerismo gobernante, ejerzan idóneamente las dos funciones antes señaladas: la de administradores de la cosa pública y la de mediadores entre ellos y los factores de poder y grupos de presión operantes en la sociedad nacional.


La buena administración en la Argentina en circunstancias excepcionales.

En los hechos,el sistema democrático/republicano funciona de la siguiente manera:

1) En virtud del componente democrático, los gobernantes/administradores de la cosa pública deben ser producto de una competencia electoral llevada a cabo según las normas constitucionales y legales vigentes. Del resultado de esa confrontación deriva la adjudicación de los roles que los participantes en la votación desempeñarán en el período tenido en cuenta al convocarse la justa electoral: los que obtienen la mayoría de los votos emitidos serán ungidos gobernantes y a los minoritarios se les adjudica el papel de opositores cuyo principal ámbito de actuación se ubica en las cámaras legislativas. Sólo en circunstancias excepcionales los que pertenecen a la minoría electoral son convocados a ocupar un lugar relevante en el Poder Ejecutivo.

2) Una sistemática desviación respecto de la práctica del gobierno democrático, consiste en confundir los roles y atribuciones conferidos por la Constitución a quienes deben ejercer los tres poderes connaturales al sistema republicano. Como es bien sabido, nuestra Constitución es considerada esencialmente presidencialista motivo por el cual cuando los comunicadores sociales dicen gobierno, se están refiriendo solamente al Poder Ejecutivo y, más concretamente, al Presidente de la República. Lo cual deja en la penumbra teórica el rol que desempeñan el Poder Legislativo y el Poder Judicial. La simple lectura de las atribuciones y funciones conferidas por el Art. 99 al Presidente, explica en parte la terminología empleada cuando se habla de “gobierno” identificándolo con el Poder Ejecutivo personalizado en la figura de quien ocupa el principal despacho de la Casa Rosada. Ahora bien; ¿cómo participan del gobierno los diputados y senadores? Si se mira con atención el listado de atribuciones conferidas al Congreso por el Art. 75 de la Constitución, se advierte que, en términos generales, dichas atribuciones operan en la práctica como limitaciones al poder presidencial; es decir, ciertas trascendentes materias deben contar con la aprobación legislativa para convertirse en leyes. En tanto algunas iniciativas no requieren dicha aprobación para devenir en normas obligatorias, otras exigen el consentimiento de los legisladores. Las facultades de co-gobierno conferidas constitucionalmente al Congreso, en la realidad de los hechos plantean una cuestión de legitimación que es análoga a la involucrada en el Derecho Civil respecto de las convenciones entre privados para algunas de las cuales se requiere sean legitimadas documentalmente en instrumentos públicos. Adviértase que el proceso de generación de una ley puede iniciarse, conforme con el Art. 77 de la Constitución en cualquiera de las dos Cámaras legislativas o en el Poder Ejecutivo “salvo las excepciones que establece esta Constitución”. Estas excepciones son las establecidas por el Art. 52 que confiere solamente a la Cámara de Diputados la iniciativa respecto de las leyes sobre contribuciones y reclutamiento de tropas y por el Art. 75, inc) 2, cuarto párrafo y por el inc.) 19, segundo párrafo del mismo artículo que establecen respectivamente que la Ley Convenio sobre coparticipación federal de impuestos y lo que se refiere a “...el crecimiento armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio; a promover políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de Provincias y regiones…” será el Senado la Cámara de origen.

3) ¿Gobiernan los jueces? En el lenguaje popular y en el utilizado por los medios de comunicación, nadie homologa a un juez con un gobernante. Pareciera ser que, en principio, los jueces de cualquier jerarquía no participan del gobierno sino que sus funciones no son las de administrar la cosa pública ni la de hacer leyes. Sin embargo, como veremos luego, los tribunales de justicia deciden sobre qué actos, tanto institucionales como individuales, son constitucionales o legales y cuáles no. Nuestra Constitución trata la materia de las atribuciones conferidas al Poder Judicial en los Arts. 116 y subsiguientes.

En cuanto a las atribuciones y funciones conferidas al Poder Judicial – cuyos miembros no son elegidos directamente por el voto popular- es muy dudoso que los jueces puedan ser considerados gobernantes. Conforme con el mencionado Art. 116, la Constitución se ha limitado a enumerar cuáles son las causas que corresponde tramitar por ante los tribunales federales, siendo los criterios de atribución la materia, las personas involucradas en el proceso y el territorio donde han sucedido los hechos objeto de la intervención judicial. El mismo artículo establece una severa restricción a la jurisdicción federal al disponer que las cuestiones originadas en los códigos civil, comercial, penal, de minería y de trabajo y seguridad social corresponden sean tratadas por los tribunales federales o provinciales “según que las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones”

No obstante lo dicho, la facultad conferida a la CSJN de declarar la inconstitucionalidad de las normas generadas en los otros dos poderes, puede considerarse como una función gubernamental en la misma medida en que las sentencias emitidas por la Corte pueden impedir que una ley posea la eficacia suficiente como para integrarse a la normativa jurídica vigente en la República. De ahí que sea correcto postular que sean, en definitiva y última instancia, los jueces quienes garantizan la plenitud jurídica del Art. 31 de la Constitución Nacional. Los jueces poseen el poder de decir el Derecho – la juris dictio- una función que por la vía de la interpretación decide si una norma legal puede ser aplicada eficazmente o, por el contrario que, impedida su vigencia por medio del poder de juzgarla conforme o no con la Constitución, infligirá a los dos poderes hacedores de normas, un revés institucional por lo general con graves consecuencias para la administración de la res publica.

En la esquematización del aparato estatal, pueden advertirse las dificultades que existen para todo gobierno cultor del intervencionismo estatal tanto en la economía real, las finanzas y en los más diversos aspectos de las interacciones sociales, consiga armonizar, en aras de la gobernabilidad, las dos funciones básicas de este tipo de gobiernos: administrar eficaz y eficientemente la cosa pública y mediar con éxito en los conflictos que se generen entre los factores de poder, los grupos de presión y los intereses de los individuos-ciudadanos quienes integran el padrón electoral y, en tal carácter, disponen del voto como casi único instrumento para aprobar o repudiar la gestión del gobierno en funciones.

Queda claro que cuantas más funciones absorba el aparato estatal en manos del partido gobernante – si éste, como el kirchnerismo es decididamente intervencionista- más arduo e inestable será el curso jurídico y político que se deberá afrontar. De ahí que es siempre probable que desde el mismo gobierno se postule, con diversos grados y matices, reformar la Constitución a fin de acomodar la normativa básica a las necesidades de compatibilizar la gobernabilidad de los crecidos aparatos públicos con la administración de los conflictos subsistentes en el concreto social.

(Continuará)