EL PROCESO ELECTORAL ARGENTINO Y EL PARADIGMA DEL VOTO LIBRE.
(Segunda parte)
El principal fundamento de la teoría clásica de la democracia consiste en dar por sabido que solamente cuando el votante ejerce libremente su derecho a elegir a quienes serán sus gobernantes los principios democráticos rigen en plenitud y, por lo tanto, el régimen político emergente de los procesos electorales será legítimo. Lo cual implica que todos los ciudadanos, hayan votado por los vencedores o por los derrotados en la competición electoral, deberán en lo sucesivo obedecer pacíficamente lo que establezcan las leyes que las autoridades decidan imponer a la sociedad. De ahí que resulta extraño que en la inmensa literatura referida a la ontología democrática y a su funcionamiento, no se haya atendido suficientemente a una cuestión esencial: la de determinar cuándo el voto de los ciudadanos es verdaderamente una expresión de su libertad de elección. La presente nota intenta aproximarnos a una respuesta satisfactoria a este crucial interrogante. Solamente a los fines de establecer cuándo al voto emitido por los ciudadanos en los procesos electorales propios de las democracias capitalistas se le atribuye la capacidad de generar autoridades legítimas, nos ocuparemos del libre albedrío como atributo esencial de la personalidad humana.
En principio se admite que un acto es libre cuando resulta el producto de una decisión exenta de condicionamientos externos o internos respecto de la conciencia del sujeto. Entre los primeros se suele destacar la coacción o amenaza que impide ejercer lo que voluntariamente se desea hacer o no hacer o decir o callar. Las restricciones a la producción de actos libres, también pueden provenir del interior de la conciencia del sujeto, como en el caso de la demencia y otras patologías psíquicas – a las que se agregan los actos instintivos y los reflejos- o bien de una impotencia física que impida llevar a cabo los movimientos que la acción requiere para su consumación.
Un acto libre puede originarse en la voluntad de ejercerlo, sea que involucre una elección o no. En el caso del voto se dan las siguientes alternativas:
1) Ante la convocatoria de la autoridad para que los ciudadanos acudan a las urnas, éstos pueden acatar la convocatoria o abstenerse de hacerlo.
2) La abstención puede ser producto tanto de la indiferencia respecto del resultado electoral, como una manifestación de repudio al proceso democrático en curso.
3) Los ciudadanos pueden presentarse a votar y, en lugar de introducir en la urna un sobre que contenga alguna de las boletas de los partidos concurrentes, votar en blanco (sobre vacío) o introducir algún mensaje de rechazo quizá con algún contenido político.
4) Los ciudadanos pueden votar positivamente o sea introducir en el correspòndiente sobre una de las boletas con las que los partidos aspiran a ser votados y, de esta manera, convertir a sus candidatos en gobernantes.
A los fines de averiguar si el acto de votar positivamente es en realidad una manifestación del libre albedrío de cada ciudadano, es preciso tener en cuenta algunos datos comunes a toda elección realizada conforme los principios legales que rigen en el capitalismo democrático.
En primer lugar hay que tener en cuenta si concurrir a votar es obligatorio o no. El ciudadano que se abstiene de concurrir a votar conforme las reglamentaciones vigentes, puede ser objeto de una sanción penal, generalmente una multa. Si la concurrencia a votar es optativa, los ciudadanos legalmente pueden abstenerse y si la abstención es muy elevada, la legitimidad de los candidatos electos se ve lógicamente afectada.
En nuestro país, no todos los habitantes del territorio nacional están habilitados para votar. Si bien en la Argentina el voto es universal, igual (el voto de cualquier ciudadano vale lo mismo que el de todos los otros integrantes del padrón electoral) secreto, libre y obligatorio) el Código Electoral excluye a los dementes declarados como tales en juicio, a los condendos por delitos dolosos a pena privativa de la libertad y a los rebeldes en causas penales. Por otra parte están obligados a votar los ciudadanos que cuyas edades estén comprendidas entre los 18 y los 70 años.
En lo que hace a la igualdad como característica del voto, es preciso hacer algunas observaciones. Es evidente que no todos los votantes son iguales aunque cada voto emitido positivamente valga lo mismo a la hora del escrutinio. Esa igualdad deriva del principio constitucional que en el Art. 16 expesa que “Todos sus habitantes (de la Nación) son iguales ante la ley.” En primer lugar hay que hacer notar que la norma transcripta se relaciona con la abolición de las “prerrogativas de sangre ni de nacimiento...fueros personales y títulos de nobleza” lo cual se asemeja bastante a un anacronismo superfluo. Esta “igualdad” no tiene en cuenta el posicionamiento social de los votantes que pueden estar ubicados en el 10% más alto de la pirámide social o en el 40% de pobres e indigentes que existen y forman parte de los sectores económicamente deprimidos de la población.
La segunda calificación que nos interesa analizar es la que expresa que el voto es libre. Se trata de una definición simple en apariencia pero realmente compleja si se quiere indagar sobre su real significado. Parece claro que el uso del adjetivo libre aplicado a cualquier clase de acción humana, es aceptado con ligereza y superficialidad. En efecto; desde el concepto de hombre libre contrapuesto al hombre esclavo hasta la convicción de gran parte de la población expresada como “soy libre y hago lo que quiero” o “nadie puede decirme lo que tengo que hacer”, la idea de la libertad se corrompe hasta el límite de perder un significado que tenga la aptitud de vincular los actos humanos al ejercicio de la voluntad autonómicamente concebida.
Si estas corruptelas son reales, resulta imprescindible vincular el acto del sufragio a la cuestión cognitiva pues es imposible que un acto cualquiera sea libre, si el sujeto actuante no conoce la materia y las consecuencias de sus acciones: el que obra desconociendo los elementos involucrados en sus actos, de ninguna manera debe considerarse que ejercita su libre albedrío. De aquí que el contenido cognocitivo del acto de cualquier acción humana sea primordial al momento de calificarlo como libre.
Ahora bien; si se considera el conocimiento como el fundamento básico del acto libre, es del caso preguntarse por lo que el votante sabe cuando decide presentarse ante las autoridades del comicio para ejercer su derecho/obligación a votar por unos u otros de los candidatos que constituyen la oferta electoral de los partidos legalmente autorizados a participar del proceso electoral.
Está claro que en las sociedad urbanas de masas el conocimiento personal que el votante tiene de los solicitantes de su adhesión es escaso y suele limitarse a la presencia en actos públicos en los que el sujeto participa de una manera pasiva que comprende el aplauso o la aprobación a viva voz. Pero es necesario tener en cuenta que la participación en actos partidarios supone una previa elección por parte del votante a los candidatos a convertirse en gobernantes a partir del logro de una mayoría de los sufragios escrutados.
Un nivel superior de adhesión a los partidos políticos es la afiliación. Se considera generalmente que el ciudadano que se afilia a un partido comparte las propuestas y programas que ese partido ha difundido con la finalidad de obtener de los ciudadanos la aprobación ideológica a partir de la cual – se supone – el voto positivo en una elección se volcaría a favor de los candidatos patrocinados por la autoridades partidarias. En la Argentina, según datos estadísticos medianamente confiables, existían en 2017 ocho millones de afiliados a partidos políticos de los cuales el PJ tendría el 43% y la UCR el 24,45%. Además se ha producido un fenómenal incremento de los partidos políticos con origen en la mínima exigencia legal para crear uno: sólo el 0,4% del padrón ditistral es necesario en lo que hace a la cantidad de afiliados a cada partido.
Un escalón más alto en lo que hace al compromiso de los ciudadanos con un partido es la militancia. Ser un militante implica, para el afiliado, tomar parte en las actividades de la agrupación tanto en las que se refieren a su organización como en lo que hace a la propaganda destinada a la captación del voto de los ciudadanos. Se entiende, además, que la participación activa en estas tareas, eventualmente puede favorecer el ingreso a la burocracia directiva del partido aunque la experiencia indica que las autoridades partidarias se conforman a partir de los contactos personales con los factores de poder realmente existentes.
En la Argentina, a partir de los subsidios – planes – destinados a suplir la falta de ingresos de vastos sectores sociales que permanecen por largos períodos fuera del mercado de trabajo, se ha formado una nueva clase de individuos que se agrupan en las llamadas organizaciones sociales y responden a líderes que, merced a su influencia en el reparto de dichos subsidios, logran movilizar multitudinariamente a cantidades de individuos que a la hora de votar optan por quienes les aseguran que sus ingresos en forma de planes continuarán fluyendo: se dice que de esta manera se ha generado una masa significativa de votos cautivos.
Conocer y votar.
En anteriores oportunidades nos hemos referido a los modos de conocer a disposición de los ciudadanos ajenos al conocimiento científico en cuya ámbito se pueden organizar experimentos que sean la base de las certezas resultantes de la empirie. Los inviduos llamados a votar poseen conocimientos originados en sus experiencias personales pero éstas se encuentran limitadas en razón de cómo están organizadas sus actividades habituales. Por ejemplo: el ciudadano “común” sabe que vive en una sociedad sometida a altos índices de inflación lo que comprueba por el simple hecho de efectuar alguna compra y comparar los precios abonados la semana anterior y los que se le exige abonar por el mismo producto en el presente. De esta comprobación, puede inferir que su salario está a punto de ser insuficiente para cubrir sus necesidades básicas y las llamadas culturales – éstas dependen de su ubicación en la escala social – y es posible que este conocimiento pase a formar parte de su archivo sapiencial – que está compuesto por conocimientos y también por creencias ajenas a cualquier experiencia empírica – y que en el futuro la toma de conciencia de su situación económica como asalariado le impulse a realizar actos que tenga que ver con el espacio de lo político.
La relación existente entre el conocimiento y el voto, como hemos visto más arriba, no suele ser directa. En las sociedades urbanas de masas, dicho conocimiento se encuentra mediado por la información producida por los medios de comunicación de masas. Si se tiene en cuenta que todo conocimiento que no derive de la experiencia personal del sujeto se genera en dos aparatos – el sistema educativo y el mediático – sobre los cuales el ciudadano “de a pie” no posee control alguno, se infiere fácilmente que el voto será, generalmente, el producto de la información que cada individuo crea que es confiable por su veracidad y por proceder de expertos en las actividades políticas entre las cuales ocupan un lugar principal los procesos electorales.
El espacio mediático.
Cuando se dice que “la prensa es el Cuarto Poder” se pretende expresar que la opinión pública se encuentra sometida a una influencia que se puede constatar empíricamente y que, en algunos casos, dispone del poder necesario para orientar las preferencias electorales de la ciudadanía en un sentido determinado. Se trata, a nuestro entender, de una sobrevaloración de lo mediático pero que posee una raíz cultural lo suficientemente expandida como para generalizar interpretaciones extrapoladas de aquellos hechos que el individuo no puede aprehender directamente de la realidad y, consiguientemente, no está en condiciones de interpretarlos e integrarlos en un sistema de conocimientos más o menos coherente. De ahí que se haya dicho que la información es siempre interpretación de los hechos por los medios masivos de comunicación.
En un trabajo anterior (“Las Leyes del Poder” Cap. II, Pág. 108 y ss.) nos hemos ocupado de la mediación intelectual como instrumento generador de consenso a favor del polo hegemónico del sistema de poder y del rol de los comunicadores sociales y de la sociedad de la información, ítems todos ellos vinculados al control social por medios no represivos. Ahora nos interesa otra presentación: la de los medios masivos de comunicación como espacio en el que se plantean y se resuelven, o no, los conflictos de intereses entre los sujetos de la sociedad civil y los que enfrentan a éstos con los gobiernos en ejercicio del poder político. Con la salvedad de que en los medios se exhiben conflictos de los distintos sujetos bajo la forma de discursos disidentes entre sí lo que puede o no resolverse en hechos que modifiquen los repartos de poder real efectivamente existentes. Sobre este punto, existe una vasta literatura, incrementada por la innovación tecnológica aplicada a las comunicaciones – las redes sociales- cuyos efectos en la teoría y en la práctica de la comunicación social se manifiestan con creciente intensidad, modificando de manera acelerada las interacciones de los individuos y grupos sociales entre sí y entre ellos y el poder público.
El espacio mediático se construye y se sostiene sobre un fundamento socio-antropológico: la incapacidad de los ciudadanos para acceder por medios empíricos a la información sobre los hechos relevantes que se generan y desarrollan en el concreto social tales como los involucrados en los procesos electorales. A medida que las sociedades tradicionales fueron evolucionando hacia formas más complejas de organizar la convivencia y la producción de bienes y servicios, los individuos y las familias fueron delegando en fuentes de información externas a la experiencia personal la función de conocer lo que sucede más allá de los círculos más próximos a la vida cotidiana de cada uno. Hoy, la globalización informativa, consecuencia necesaria de la globalización económica y financiera, genera la ilusión de que lo que sucede en el mundo, no ya en la sociedad en que se vive, está disponible para quien pueda hacer uso de la televisión y/o de internet.
Una vez constituido el espacio mediático, parece bien claro que predominar en él de manera tal que sea posible controlar la cantidad y la calidad de información que se difunde y, más aun, monopolizar la interpretación de los hechos puestos al alcance de la opinión pública, se transforma en una necesidad insoslayable para todos los actores que participan en los conflictos propios del sistema capitalista/democrático.
En el caso de los gobiernos democráticamente electos, es obvio que una participación que asegure un cierto control del espacio mediático resulta indispensable para competir en los procesos electorales que prescriben las leyes vigentes. Existen dos modos de acceder a esa posición dominante: desarrollar un sistema comunicacional propio – propaganda oficial- o bien establecer acuerdos más o menos implícitos con las empresas privadas propietarias de los medios de comunicación social. En el primer caso, la inversión de fondos públicos en la publicidad oficial suele desencadenar críticas severas de los defensores de la libertad de expresión, por lo que es más eficiente negociar la difusión y la interpretación de las noticias con los medios tradicionales lo que a su vez sucede de dos maneras distintas: el manejo de la pauta oficial o bien, más sofisticadamente, mediante acuerdos sobre la política económica a desarrollar por el gobierno en funciones o por quienes aspiran a reemplazarlo. No debe olvidarse que se ha producido, hace varias décadas ya, una transformación notable en lo que hace a la personalidad de los mass media. En una época anterior, los medios gráficos –diarios, revistas- solían adscribirse a alguno de los grandes sectores de la economía y/o de las finanzas. Por ejemplo, entre nosotros, a “La Prensa” – cuando era un influyente órgano de opinión- se la vinculaba con los grandes intereses del agro, terratenientes y agentes comercializadores en el sistema agro-exportador. De “La Nación” se ha escrito que asumió la representación de los intereses de la oligarquía diversificada – según la acertada denominación debida a Eduardo Basualdo- o sea de la irrupción de las grandes fortunas amasadas en el sector primario de la economía en la industria, lo que se puede observar con facilidad a partir de la década de 1930. Por último “Clarín” que aparece a mediados de la década de 1940, bajo la ulterior influencia de Rogelio Frigerio y del desarrollismo, pasó a representar a las empresas beneficiadas por las políticas de sustitución de importaciones. Se trata, como puede verse, de representaciones muy generales lo que explica la existencia de contradicciones y conflictos al interior del espacio mediático correspondiente a los medios gráficos.
Cuando aparece en la economía nacional el fenómeno de los multimedia se produce un efecto muy relevante: los medios se autonomizan del patrocinio de tal o cual factor de poder económico tradicional y tienden, ellos mismos, a funcionar como uno de esos factores, a partir de ingentes inversiones tecnológicas, lo que los posiciona como mediadores intelectuales independientes de los grandes intereses empresarios preexistentes y con capacidad para negociar acuerdos de parte a parte con los gobiernos en ejercicio del poder político. Paralelamente, irrumpe en el espacio mediático el periodismo de opinión, personalizándose de esa manera el posicionamiento del medio en el que el periodista ejerce su tarea.
Pero cometeríamos una grave equivocación si creyésemos que los medios pueden elegir Presidente. El resultado de la elección presidencial de 2011 en la que CFK obtuvo el 54% del total de los sufragios emitidos cuando el Grupo Clarín y “La Nación” fungían como los opositores más nítidos a la reelección de Cristina, demuestra que la orientación de los medios, por sí sola, no resulta determinante de las preferencias electorales de la ciudadanía. El voto/producto es la resultante de varios elementos que inciden y condicionan la emisión del sufragio por unos u otros candidatos. Por lo tanto: ¿cuáles son esos otros “saberes” que están presentes en la conciencia de los ciudadanos cuando llega el momento de concurrir al comicio?
Durante décadas, antes y después de la irrupción del peronismo en el espacio político nacional, los ocupados en analizar el resultado de las votaciones, tomaban en cuenta algo que dió en llamarse la tradición familiar. Había grupos familiares cuyos integrantes votaban por los radicales sea que el elegido fuera Hipólito Yrigoyen o Marcelo Torcuato de Alvear. Los conservadores, por su parte, sostenían a candidatos a los que asociaban al éxito de la Generación del Ochenta y, cuando la Ley Sáenz Peña descartó el voto cantado y puso en marcha el sistema electoral que con modificaciones subsiste hasta hoy en día, se cansaron de perder elecciones hasta que debieron recurrir al golpe militar del 6 de Septiembre de 1930. A partir de allí, el conservadurismo, liberal o enragé, fue acentuando su impronta familiar sólo interrumpida por Vicente Solano Lima y la dinastía de los Alsogaray adscribiéndose al peronismo.
Luego del acceso del peronismo al Gobierno nacional, las familias argentinas se dividieron entre las que adhirieron al liderazgo del General Perón y los gorilas que introdujeron en la política argentina una alta dosis de rencor y de encono que culminó con los golpes militares de 1955 y 1976. En cirta manera, esa profunda división sociopolítica – que se ha pretendido explicar con la banal idea de grieta – se ha prolongado hasta nuestros días: en la actualidad una gran cantidad de grupos familiares se encuentran enfrentados por el amor o el aborrecimiento a Cristina quien, a su vez, es la líder actual de una dinastía democrática, concepto este bien analizado en la literatura política, sobre todo a partir del auge de los Kennedy, los Bush y los Clinton.
El voto por tradición familiar y el voto por miembros de dinastías democráticas, sólo resulta relevante a la hora de relacionar el conocimiento que los votantes tienen de los candidatos, cuando las familias funcionan realmente como el núcleo “duro” de la sociedad civil. En la misma medida en que la monogamia y el paternalismo se van opacando y el divorcio vincular y las familias ensambladas se expanden, todas las tradiciones familiares, incluyendo la del voto, se debilitan y disminuyen su influencia socioeconómica y política.
Por otra parte, un fenómeno novedoso se ha producido en nuestro espacio político: ya no se vota por partidos sino por coaliciones. Si bien existen antecedentes históricos de frentes conformados por partidos políticos tales como el FREJULI y el FREPASO que tuvieron una participación protagónica en diversos escenarios electorales, lo que hoy tenemos a la vista – las coaliciones electorales del Frente de Todos y Juntos por el Cambio- señala una diferencia esencial respecto de aquellos antecedentes. Veamos por qué.
Las coaliciones electorales se forman para incrementar las posibilidades de éxito en las convocatorias a elegir a quienes se desea imponer como gobernantes en los tres niveles existentes: el nacional, el provincial y el municipal. La idea matriz del coalicionismo electoral es abarcar el más amplio conjunto de votantes a costa de debilitar la posición asumida como de izquierdas o derechas en las actuales democracias posicionales. Si las ideologías han perimido en su antigua función de aglutinante político vaciando de esta manera a los partidos de sus esencias programáticas, el auge de las coaliciones electorales refuerza el ocasionalismo democrático con la inevitable consecuencia de desplazar la identificación del votante desde la decisión de sufragar en razón de creer que tal o cual partido defenderá mejor sus intereses, hacia una adhesión a una u otra de las coaliciones presentes en las elecciones, adhesión derivada de que en el frente electoral al cual se adhiere, el votante cree que, dada la ambigüedad derivada de la mezcla de partidos que aparecen aliados y que, incluso, alguna vez fueron adversarios, necesariamente sus preferencias personales deberían estar contempladas. Por ejemplo: la presencia de Elisa Carrió en la coalición encabezada por el PRO, puede atraer a votantes de centro-izquierda, posición ésta incompatible con los antecedentes del macrismo en cualquiera de sus avatares. Imaginemos a un ferviente admirador de Hanna Arendt de la cual ha leído toda su obra y que, cuando se enteró de que la Dra. Carrió era la propagadora en la Argentina de la obra de la filósofa germana, no dejó de votar a la Coalición Cívica cada vez que se presentó la oportunidad. Si Lilita mantiene su promesa de competir por la candidatura presidencial en la PASO de agosto y, como es obvio, no alcanza la postulación frente a competidores tan “populares” como Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta, todo hace presumir que nuestro hipotético votante progresista, deberá en octubre optar por alguien absolutamente ajeno a sus preferencias originales puesto que en el trance de elegir entre un Presidente populista-kirchnerista, aun con cierta repugnancia terminará por adherir al candidato del PRO. Hete aquí cómo el coalicionismo arrasa con el conocimiento que el ciudadano cree poseer acerca de la índole de los candidatos en presencia. Nuestro imaginario votante ¿habrá sufragado de forma realmente libre o habrá sido despojado de su albedrío en razón del auge de las coaliciones creadas con a sola finalidad de obtener el triunfo electoral?
En el actual proceso electoral argentino que habrá de culminar en octubre de 2023 con la elección presidencial, se supone que la confrontación principal se dará entre el FdT y JxC con la novedad del presunto incremento del voto libertario encarnado en Javier Milei. En la siguiente nota, trataremos de responder a un interrogante que se plantea como dirimente de la orientación objetiva – no discursiva – del próximo gobierno sea cual fuere su posicionamiento político: ¿hasta qué punto el voto de los ciudadanos podrá ser considerado como producto del conocimiento que habilita el ejercicio del libre albedrío a la hora de sufragar? Lo cual nos conduce necesariamente a preguntarnos qué es lo que hay que conocer para que el voto sea realmente una expresión de la libre voluntad del ciudadano.
Carlos P. Mastrorilli.