MIEDOS Y POLÍTICA



Quien controla el miedo de la gente se convierte en amo de sus almas.” Nicolás Maquiavelo.



En estos primeros días del Año del Señor 2022, la política que se gasta en la Argentina muestra costuras deshilachadas, remiendos y encogimientos, todo lo cual no augura nada bueno para el futuro previsible.

El primer fenómeno observable sin necesidad de instrumentos ópticos destinados a mejorar la visibilidad, es la implosión de la oposición. En efecto: en la mal tenida coalición electoral de macristas, radicales y seguidores de la Dra. Carrió, se están produciendo estallidos que tienden a diluir más presto que con demoras la ya muy endeble entente cuyo principal aporte a nuestra minusválida democracia pareciera ser la de preservar al Presidente para que siga aposentando sus glúteos en el Sillón de Rivadavia hasta el remoto 2023.

Hay que tener en cuenta – antes de analizar los dimes y diretes de nuestros políticos profesionales - que el más importante por lejos de los actores que actúan en el drama nacional es… el FMI. La imprudencia de Donald Trump otorgando a Mauricio Macri un préstamo de 55.000 millones de dólares, no es algo que la Hidra de dos cabezas que nos gobierna pueda solventar ni económica, ni financiera ni, mucho menos, políticamente.

Empero algo está sucediendo camino al foro: Cristina, a la que según ella misma había que temer sólo un poquito menos que a Dios, ya no asusta a nadie salvo, tal vez, a Parrilli. La Señora está siendo maltratada en los tribunales a pesar de algunas apariencias sobreexplotadas por quienes cifran su continuidad en el escenario político en la perduración de la Grieta , esa magna estupidez que le debemos a Jorge Lanata y que ha sido adoptada por nuestros infaustos comunicadores sociales para ahorrarse el trabajo de explicar, utilizando algún método digno de tal nombre, el fenómeno político-cultural del kirchnerismo.

Cristina se ha manejado en su tránsito hacia el ocaso de su poder con dos espadas. Una, ha sido la explotación, sin miramientos, de la ocupación de las posiciones que tradicionalmente fueron patrimonio de las izquierdas vernáculas, siempre electoralmente marginales. Ella heredó de Néstor ese compositum en el que se fundieron con innegable éxito- aun contra toda evidencia histórica- el abanderamiento de la defensa de los derechos humanos conculcados por la dictadura instaurada en 1976 con la crítica arrasadora, por lo desmesurada, de las políticas neoliberales cuyos máximos representantes habrían sido Martínez de Hoz y Carlos Menem.

Debemos preguntarnos por los motivos del miedo a Cristina que, allá por el 2011 – 54 a 17 en la elección presidencial- hizo temer a muchos bien pensantes, dirigentes empresarios y sindicales, eclesiásticos y, por supuesto, a una buena parte de la caterva de políticos profesionales, que Ella nos iba a chavizar sin que a nadie se le ocurriera que Argentina no es Venezuela ni social, ni económicamente y, por supuesto, culturalmente,

Sin embargo cometeríamos un error si creyésemos que no existieron motivos para temerle a Cristina. Su absoluta falta de mesura en el ejercicio del Poder Ejecutivo, el haberse rodeado de personajes no sólo mediocres sino también carentes de frenos éticos – Boudou, Aníbal Fernández, Axel Kicillof entre otros- y el seguidismo cómplice de una parte significativa de las clases medias urbanas y, como coronamiento de estos tóxicos elementos, el asesinato de Nisman, tuvieron por consecuencia atemorizar a una buena parte de la población no incluida entre los beneficiarios del asistencialismo estatal. Se trató, en todo caso, de un miedo irracional pero con raíces fuertes en la emotividad de la gente.

En el ejercicio del poder, Cristina incurrió en una cantidad excesiva – incluso para nuestros flexibles parámetros- de actos judiciables que por su naturaleza resultan compatibles con varios y polifacéticos delitos incluidos en el Código Penal. La elección de Alberto Fernández – inimaginable de otro modo- le fue ¿sugerida, impuesta?- estuvo orientada a que el ex-socio electoral de Domingo Cavallo, le pusiera un punto final a los procesos que tienen a Cristina como principal imputada. Como es sabido, “el Alberto” no supo, no pudo o no quiso cumplir con el mandato implícito que lo introdujo en la Casa Rosada y en Olivos, Fabiola incluida.

De esta inesperada manera, Cristina se ha devaluado políticamente hablando con la lógica consecuencia de que sus endebles opositores le fueron perdiendo el miedo. Y como lo que mantenía Juntos a macristas, radicales y lilistas como diría Borges “no era el amor sino el espanto”, brotaron con tropical vigor las más variadas rencillas entre los dramatis personae del sainete que se representaba del lado cheto de la grieta: Patricia contra el Guasón; Coti y Loustau contra Negri, Morales y Cornejo; María Eugenia que, abandonado por inservible su look de Heidi, comenzó a maldecir por lo bajo al Pelado Larreta et sic de caetera.

No obstante, cuando un miedo se va llegan otros porque sin el miedo en nuestro país no se puede hacer política.

Los miedos alternativos.

La progresiva disolución del miedo a Cristina acaecida entre las dirigencias políticas, económico-financieras y sindicales que no le son adictas, no significó un alivio para los sectores sociales que padecieron el temor a sus operaciones estratégicas, internas y externas. Lejos de ello el miedo a ser víctima de un delito violento contra la propiedad y la vida, el miedo a ser un contagiado más del Covid a los que se ha agregado – cierto que en una proporción menor de la ciudadanía- el miedo al default con el FMI.

La llamada inseguridad es la conciencia de la alta probabilidad de que cada uno de nosotros pase a engrosar la nefasta lista cotidiana de agredidos por una delincuencia que parece fuera de control. Vivir en la Argentina no es seguro porque respecto de los mapuches y los narcos, pasando por motochorros, allanadores de viviendas, violadores, conductores ebrios o drogados, tanto los ministros de seguridad, las fuerzas policiales, los fiscales y los jueces en lo penal o son cómplices de los malhechores o bien son manifiestamente ineptos en el cumplimiento del deber de proteger a los ciudadanos de a pie. Hay excepciones, ciertamente. Pero son demasiado pocas para que sus acciones logren disipar la sensación de que “nos puede suceder cualquier cosa, en cualquier momento” como dijo una madre de familia asaltada en una entradera.

Por si esta situación que fue agravándose notoriamente en la última década fuera poca cosa, se agregó en el 2010 el estallido pandémico del bien llamado virus chino. Como era dable esperar, en nuestro país la administración de la amenazada salud de la población fue, en primer lugar, una demostración cabal de ineptitud. Luego se fueron agregando negociados con las vacunas, abusos de autoridad, violaciones flagrantes de los derechos constitucionales de los ciudadanos y demostraciones impúdicas de funcionarios y compinches que incumplían abiertamente la misma normativa que el Presidente imponía a los simples mortales que habitan el suelo argentino.

La población quedó expuesta a un miedo pánico: la muerte, quizá ocasionada por un “contacto estrecho” con un familiar o amigo, había dejado de ser una contingencia lejana para la gran mayoría y se transformaba en un peligro inminente. Convivir con el virus requirió un aprendizaje acelerado dependiente no del asesoramiento de expertos mediáticos, sino del asediado sentido común propio del género humano, que suele extraviarse cuando los individuos dejan de ser gente común y se convierten en gobernantes.

Y por fin arribó el miedo al default con el FMI.

Un miedo racional pero poco difundido.

Es bien sabido, porque los medios, hegemónicos o no, no ahorran noticias y fake news sobre la negociación de la “impagable” deuda que Mauricio Macri contrajo con el FMI, que el acuerdo con el organismo multilateral se encuentra en una fase digamos que problemática. Es decir: el ciudadano no sabe si finalmente se arribará a un arreglo que nos permita seguir nuestro acelerado curso decadente por dos años más o bien se producirá un estallido financiero que pondrá a la ya escasa gobernabilidad de Alberto Fernández en un trance agónico.

El uomo cualunque no conoce, ni sería justo exigirle que conozca, las consecuencias de un default hecho y derecho con el FMI. Por lo tanto, no teme que sus intereses particulares se vean agredidos por un desacuerdo final con nuestro prestamista de última instancia. Pero los economistas, ortodoxos o heterodoxos, los empresarios, los dirigentes sindicales y algunos – no todos – los políticos profesionales saben – o creen saber- cuáles serían las consecuencias de una ruptura de las ya muy ajadas “conversaciones” con los funcionarios fondistas.

El miedo a las consecuencias que se derivarían de un default con el FMI pertenece a la categoría de “miedos circunscriptos” según la denominación que Corey Robin ideó para designar a los temores que padecen sólo determinados grupos sociales pero que, en principio, no alcanzan a impregnar a toda la comunidad.

Sin embargo, dadas determinadas circunstancias, un miedo originado en amenazas a intereses que en principio son propios de una clase social bien definida, pueden – y de hecho así suele suceder- expandirse hacia afuera del grupo social primeramente afectado siempre y cuando no existan obstáculos de índole cognitivo, naturales o artificiales, capaces de contener la difusión del temor.

En el caso del default existe un obstáculo de naturaleza cognitiva para que la sociedad reaccione como, por ejemplo, lo ha hecho frente a la pandemia. La deuda externa pertenece al dominio de la macroeconomía, una disciplina que exige, para la cabal comprensión de sus efectos sobre la economía real y las finanzas, conocimientos que la mayoría de la población no posee. Las derivaciones de esta situación son graves: los ciudadanos no se encuentran capacitados para conectar la incidencia de una deuda como la que ha contraído la Argentina con el FMI, con los elementos que conforman la economía cotidiana – ingresos, precios, inflación, etc.- qué si les son conocidos a través de la propia experiencia.

Ahora bien¿ cuáles son los efectos que con la más alta probabilidad incidirían sobre la situación socio-económica de toda la población, sin distinción de clases sociales? Aunque, evidentemente, no todos los sectores sociales padecerán con igual intensidad dichos efectos.

El primer e indiscutible efecto de la incursión en el default es la pérdida del acceso a los mercados internacionales de crédito. El “Financial Times” en su edición del 10 de febrero publicó que la Argentina, en caso de defaultear su deuda con el FMI se convertiría “en un paria financiero internacional”. No solamente los fondos de inversión privados no podrían adquirir títulos soberanos emitidos por nuestro país, sino que organismos de crédito multilaterales como el Banco Mundial y el BID cerrarían sus arcas frente a este “paria” siempre necesitado de dólares para financiar importaciones indispensables para el funcionamiento de la industria y de bienes de consumo que el país no produce.

Las empresas privadas que operan en la economía nacional, también quedarían sin posibilidades de adquirir lo necesario para su normal funcionamiento, salvo que abonaran sus importaciones al “contado rabioso”, algo que parece imposible dada la conformación real de nuestro comercio exterior y la exigua cantidad de las reservas de divisas del BCRA.

Las consecuencias de este impago provocarían una aguda recesión por la caída vertical de la inversión pública y privada, con la lógica consecuencia de agravar la situación del empleo y del consumo interno. Las previsiones más equilibradas de economistas y dirigentes de empresas coinciden en señalar una subida inexorable de la inflación, un ensanchamiento de la brecha cambiaria lo cual conduciría inevitablemente a un aumento considerable de la emisión monetaria.

Como resultado del análisis de estas perspectivas, la dirigencia empresaria constituye el núcleo central donde anida el miedo al default. Desde allí se filtran, en flujos de intensidad variable, los temores a un agravamiento explosivo de la inestabilidad política e institucional y aparece el diagnóstico de violencias sociales generadas en el inevitable crecimiento de la pobreza, la indigencia, la marginalidad y, como efecto de todo ello, un deterioro de la gobernabilidad.

Los receptores de esos flujos de temor son, en primer lugar los políticos profesionales sean éstos miembros del gobierno, legisladores, gobernadores provinciales, dirigentes de partidos opositores, etc, etc. Si bien en estos personajes opera siquiera parcialmente el obstáculo cognitivo al que antes hicimos referencia, a medida que se acerca el día del default el miedo se acrecienta y aun irracionalmente, comienza a influir sobre los discursos y las actitudes de nuestra clase política profesional. Como es natural, el julepe trasciende a otros sectores de la sociedad tales como sindicalistas, pequeños y medianos empresarios, cuentapropistas y cultivadores de profesiones de las llamadas “liberales”. Y, por supuesto, los comunicadores sociales, activos en los “medios hegemónicos” y en los no tan hegemónicos, se encargan con una variedad de matices que resulta admirable, de difundir el peligro del inminente default.

Por otra parte, salen a la luz los acérrimos impugnadores de cualquier acuerdo del gobierno con el FMI. Las izquierdas testimoniales o electoralmente en auge y, sobre todo, la llamada “ala dura” del kirchnerismo, aprovechan la oportunidad para asumir el rol de patriotas incorruptibles frente al “entreguismo” de quienes han tomado posición por la fórmula “arreglo o caos” y lanzan consignas épicas como la de “con el Fondo o con la Patria”. No lo expresan abiertamente pero algunos de estos iconoclastas suponen que si nos ahorramos los dólares que deberíamos girar al FMI en concepto de intereses de la “impagable” deuda contraída por los macristas, las cosas pueden mejorar sobre la base de un ahorro formidable de las divisas que seguiría proveyendo el agro. ¿Y el capital que adeudamos? De eso no se habla.

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Patrick Boucheron es el autor que expresó una máxima que se ajusta perfectamente a la situación por la que atraviesa en estos días la Argentina: “Una vez que los miedos se propagan, los gobiernos deben saber administrarlos. Si fallan en esta tarea, el funcionamiento de la economía tiende a paralizarse”

“Administrar los miedos” en nuestro país podría constituir el plan de gobierno del que carecemos sin perspectivas de pronto remedio para esta insoportable carencia. En efecto; si partimos del punto en el cual el miedo al “príncipe” maquiavélico – entre nosotros la “princesa” Cristina- se ha diluido por una serie de circunstancias que son bien conocidas- quedan en pie los “miedos alternativos” entre los cuales hay que distinguir los inoperables por los políticos profesionales – oficialistas u opositores, da igual- como el temor que naturalmente genera la pandemia y los miedos que, como el que se deriva de un probable default con el FMI, dependen del comportamiento de los políticos, los factores de poder y los grupos de presión y, por supuesto, de los funcionarios de nuestro principal acreedor. Si además se introduce en el análisis el componente “geopolítico” tal como ha sucedido últimamente, la cuestión adquiere su real significación yendo bastante más allá del acuerdo deseable con el organismo multilateral: el miedo a convertirnos en el “paria internacional” por antonomasia, linda con el temor a extraviar casi todos los adhesivos que nos mantienen conectados como una “sociedad nacional”.

Así, pues, “a administrar miedos” que es una manera mejor de gobernar que lo que vienen haciendo nuestros políticos profesionales.

GRUPO HÉLICE.