AXIOMÁTICA DEL MILEÍSMO
Todo sistema de poder – y el capitalismo dmeocrático lo es y muy exitoso por cierto- funciona sobre la base de dos atributos principales: la distribución y la admnistración del poder de que se dispone entre todos los sujetos involucrados en la sociedad sobre la que se ejerce el mando político.
En el caso del capitalismo democrático, la díada se encuentra sometida a una tensión entre sus dos términos, tensión que es connatural al sistema y que se explica de manera axiomática: en tanto el capital crece y se acumula en pocos sujetos, para satisfacer las exigencias democráticas es imprescindible atender a las demandas de un número ampliamente superior de individuos/votantes
que requieren de diversas maneras la satisfacción de necesidades primarias y secundarias.
La legitimidad del capitalismo.
No es nuestro propósito indagar en las distintas concepciones de los economistas sobre el sistema capitalista: nos basta, para cumplimentar el objetivo de este artículo con señalar cuáles son las bases sobre las que se sostiene la remuneración del capital en una sociedad administrada democráticamente según los diversos procedmientos electorales hoy vigentes en Occidente. Dichas bases son:
1) La propiedad privada de los medios de producción, incluso la de la tierra.
2) La legitimación del lucro derivado de de la inversión del capital en actividades productivas.
3) La legitimación de la especulación financiera y del lucro de ella derivado.
Estos atributos que se confieren al capital, se encuentran normados en la constitución de los estados nacionales. Cierto es que los pactos constitucionales son un producto histórico que necesariamente reproduce la distribución del poder en el momento en el que una constitución se aprueba y pone en vigencia. Suele suceder que los equilibrios de poder varían por las más diversas circunstancias con el paso del tiempo por lo que se hace necesario reformar la norma suprema en cuyo caso la nueva constitución debería contener una adaptación lo más exacta posible a la distribución del poder real y actual producto de la evolución de la conformación de la sociedad nacional en la que el capital opera y se acumula.
La tensión entre el capital concentrado y la praxis democrática exige, para impedir desbordes del tipo revolucionario, que entre ambos términos exista y actúe un sujeto dotado constitucionalmente de las atribuciones necesarias para garantizar que la díada capitalismo/democracia no se quiebre dando lugar a un tipo de capitalismo autoritario como el fascismo, el nazismo, el franquismo o el salazarismo que históricamente alcanzaron y se sostuvieron en el gobierno de los estados nacionales involucrados, introduciendo en los respectivos sistemas de poder el ejercicio de una violencia en estado crítico que, finalmente, deterioró la eficiencia de la economía nacional. Ese sujeto, mediador, arbitral, se denomina Estado.
El capitalismo y el rol del Estado.
La derrota militar del capitalismo autoritario y años más tarde la implosión del socialismo real – es decir la desaparición de la Unión Soviética y la rápida transformación de Rusia y los países del Este europeo en estados capitalistas a imagen y semejanza de los de Occidente- eliminó a las ideologías como elementos necesarios para la justificación teórica del mando político. Al desaparecer la amenaza de socialización de los medios de producción, el marxismo-leninismo perdió su función de polo dialéctico en relación al liberalismo y, como resultado de esta circunstancia, las ideologías fueron reemplazadas por la toma de posiciones a la derecha, en el centro y a la izquierda del arco parlamentario, posiciones que se fueron adoptando de manera oportunista u ocasional según fueran las viscicitudes de la evolución científico-técnica y de sus proyecciones sobre la economía y las finanzas de cada país.
El Estado producto del capitalismo democrático, fue concebido a partir de la atribución a esta organización del poder, de dos monopolios: el de la violencia represiva y el de la creación del Derecho. Hacer las leyes y reprimir a quienes las violaren, constituye el núcleo duro del Estado y se consideran funciones indelegables pues son absolutamente necesarias para administrar la sociedad civil y, de esa manera, generar lo esencial para garantizar la producción de los bienes y servicios imprescindibles para asegurar la subsistencia y la reproducción de los individuos y las familias que constituyen la sociedad. Ese producto se llama orden.
Ahora bien; el colapso ideológico registrado por Francis Fukuyama ( Cfr. “El fin de la Historia y el último hombre” 1992) dejó a salvo una sola controversia trascedental que se convirtió en el eje político sobre el que se articulan los posicionamientos políticos de los partidos: la que se refiere a la distribución de funciones entre el poder público – el Estado- y los poderes privados -los grandes conglomerados económicos y financieros a los que se denomina pudorosamente el mercado. Los conflictos que se deben dirimir entre el Estado y los mercados, hoy por hoy constituyen la esencia de la política y determinan el posicionamiento de los partidos en los procesos electorales destinados a mantener a salvo el carácter democrático del conjunto.
Conforme con este contexto, la solución que ideó el polo hegemónico del sistema capitalista/democrático con el fin de estabilizar el predominio del gran capital sobre la sociedad civil, se denominó Estado de Bienestar. Con el objetivo de desalentar cualquier conato de impugnación del statu quo por parte de sectores insatisfechos con la distribución de la renta nacional vigente, el Estado debería ofrecer servicios gratuitos o semigratuitos a las mayorías cuyas necesidades primarias no pudieran ser atendidas con los recursos que les asigna el mercado. De esta manera la salud, la educación y las prestaciones como jubilaciones y pensiones, fueron asumidas en parte por determinadas instituciones públicas con recursos provenientes de los ingresos tributarios los que, en buena medida, eran aportados por los propios consumidores de bienes y servicios básicos.
Un capítulo particularmente conflictivo es, sin duda, el que se refiere a los subsidios y subvenciones que implican transferencias de ingresos a determinados sectores de la sociedad con el fin de promover el consumo de bienes y servicios por parte de la población que ocupa los escalones más bajos de la pirámide social o bien dirigidas a las empresas con el objetivo de abaratar los costos de producción y, en consecuencia, hacer posible introducir en el mercado bienes y servicios que, sin el aporte del Estado, no serían generadores de una renta suficiente para remunerar el capital invertido.
El caso del transporte – tan debatido en estos días en la Agentina- ilustra claramente lo antes expresado. En efecto; el Estado puede subsidiar el costo del pasaje a los usuarios o bien puede subvencionar a las empresas con el fin de compensar el déficit que les puede ocasionar la vigencia de tarifas administradas que resulten insuficientes para mantener un funcionamiento normal del servicio. Hay que tener presente que el desplazamiento espacial de las personas irroga a los individuos que deben trasladarse un gasto que incide negativamente sobre el monto de ingresos provenientes de la prestación de servicios laborales, ingresos que, en épocas de alta inflación, resultan disminuidos por el mero paso del tiempo.
Obviamente, el costo de funcionamiento del Estado de Bienestar resultó mucho más alto que el insumido por el Estado cuando éste sólo atendía a la defensa, a la seguridad pública, a la captación de recursos provenientes de la sociedad en su conjunto y, en general, al mantenimiento del orden requerido por la actividad productiva de bienes y servicios dentro de cuyos límites, sobre todo a partir del New Deal rooseveltiano, se incluyó la obra pública destinada a facilitar el tráfico mercantil y el desplazamiento de las personas.
División funcional primaria de los poderes transferidos al Estado.
La Constitución establece qué poderes se transfieren de la sociedad nacional al Estado y cómo deben estos poderes ejercerse. En otras palabras, se trata de una transferencia limitada de dos maneras distintas. Por un lado, se limitan los poderes transferidos y por otro se establecen ámbitos, generalmente expresados por omisión, en los que la presencia de los poderes públicos es mínima o inexistente.
Entre los poderes transferidos pueden apreciarse distintas intensidades. En tanto hay áreas sociales en las que la gravitación del Estado es decisiva, existen otras en las que la presencia estatal es débil aunque no ausente. Esta gradación de la actividad estatal, permite el ejercicio de una modulación del poder público, sea que éste se manifieste como gobierno o como administración.
La distinción entre gobierno y administración, la he desarrollado suficientemente en “Teoría y Crítica de la Sociedad” (Cfr. Capítulo VI, págs. 177 a 192, “El Concepto de Administración” 1974) a cuyo texto me remito. Sin embargo, me parece útil reproducir ahora las conclusiones de dicho Capítulo: “Mientras el gobierno pretende asumir la totalidad de las contradicciones sociales y armonizarlas conforme a un interés superior, la administración sabe que es imposible esta compatibilización y pretende eliminar o impedir la manifestación de dichas contradicciones, renunciando así a la unidad del mundo social y a todo perfeccionamiento de la organización política de la realidad (concreto social). Mientras el gobierno procedía en virtud de razones de estado, vivas y operantes en la sociedad, la administración oculta las razones del mando e incluso institucionaliza dicho ocultamiento a través de un vasto sistema de censura y control psicológico de la población. Mientras el gobierno confiesa su raíz ideológica y defiende la primacía de dicha raíz, la administración se viste con una neutralidad valorativa y una legalidad que no remite a ninguna norma superior sino que es inmanente a la necesidad del mando como tal”.
Con estas cuestiones previas sumariamente explicadas, estamos en condiciones de pasar a considerar la división primaria de las funciones generalmente atribuidas al Estado capitalista democrático. Veámoslas entonces, centrando el análisis en el caso argentino:
Funciones de input que son las que se ejercen sobre la sociedad civil con el fin de obtener los medios necesarios para cumplir con los objetivos constitucionalmente fijados. (Subsistema tributario)
Funciones de output que son las ejercidas por el Estado para alcanzar los objetivos constitucionalmente establecidos. (Gasto público presupuestariamente financiado)
Funciones organizativas que establecen las estructuras del Estado y atribuyen las respectivas competencias. (División de poderes y sostenimiento de la burocracia administrativa)
Funciones de autocontrol que son las establecidas para regular el modo en que se ejercen las funciones de input y de output.
Funciones de control social y económico que tienen por finalidad la administración de la sociedad en aquellos aspectos que se consideran especialmente trascendentes en relación al orden necesario para asegurar la producción de los bienes y servicios imprescindibles para la continuidad de la vida en común. Estas funciones se conocen comúnmente como regulaciones.
Funciones de input.
Una vez suprimido el servicio militar obligatorio, las funciones de input se centran en el eje de la tributación en sus diversas manifestaciones: impuestos, derechos de aduana, contribuciones sociales, tasas, etc. (input a). La emisión de deuda pública cuando de alguna manera implica una toma forzada por parte de agentes de la sociedad civil, puede incluirse entre estas funciones.
Conjuntamente con estas funciones, los sistemas de estadísticas y censos y los servicios de inteligencia que absorben información de la sociedad civil también pueden considerarse funciones de input. (b).
Funciones de output.
Toda vez que el Estado prácticamente ha desaparecido como productor de bienes materiales y como prestador de servicios públicos, las funciones de output se concentran en los subsistemas educativo, sanitario y de seguridad social. También las prestaciones que se refieren a la obra pública, la seguridad interior y a la defensa deben considerarse funciones de output. (a).
La actividad normativa a cargo del Congreso y del PEN en el ámbito de la reglamentación de leyes conjuntamente con el Poder Judicial emisor de sentencias (servicio de justicia) que dirimen intereses y fijan la interpretación del derecho, también deben considerarse funciones de output. (b)
Funciones organizativas.
Se trata de las funciones que establecen la estructura organizativa del Estado en sus tres poderes: ley de ministerios, reglamentos de las Cámaras legislativas, ordenamiento de los tribunales de justicia, etc.
Asimismo es preciso incluir en esta categoría a las funciones que se derivan de la forma federal del Estado y de las administraciones municipales según sus competencias y atribuciones.
Funciones de autocontrol.
Son las que establecen las formas de regulación de la actividad del Estado con el fin de asegurar que las decisiones de las autoridades se ajusten a la normativa constitucional. Pertenecen a esta categoría las asignadas a la Auditoría General de la Nación y a la Defensoría del Pueblo así como las competencias atribuidas al Poder Judicial en materia de control de la Administración Pública.
Funciones de control social y económico.
Son las que tienen que ver con la intervención reguladora del Estado en los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad social en sentido amplio. En general son las incluidas en el denominado poder de policía mediante el cual la administración estatal pretende ordenar, según criterios que varían notablemente de acuerdo a las orientaciones políticas de los gobiernos, la producción de bienes y la prestación de servicios que son asumidos por las empresas, asociaciones civiles, sindicatos, obras sociales, mutuales etc. Se destacan entre estas instituciones los entes reguladores de los servicios públicos transferidos a las empresas privadas, COMFER, ANMAT y otros organismos de análogo fundamento y orientación.
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Entre las funciones enunciadas debería existir una mutua adaptación que impidiera la existencia de conflictos intra-estatales. Los llamados conflictos de poderes que coexisten con la organización constitucional, nos revelan que la armonización funcional no ha sido un problema resuelto adecuadamente en nuestro sistema jurídico público. Cuando se dejan atrás las concepciones metafísicas del Estado y se tiende a considerarlo como una organización cuya naturaleza está dada por sus fines y por los medios que se le atribuyen para alcanzar esos fines, estamos en lo que podríamos denominar la teoría funcional del Estado. El orden de prelación que parte del individuo y la familia, conforma la sociedad y organiza finalmente el Estado – no puede existir una sociedad sin individuos y no puede existir el Estado si no se sustenta en la sociedad civil- permite analizar las funciones del Estado cuyo desempeño, en principio, no puede ser confiado a organizaciones menos complejas y no dotadas del poder de crear y aplicar las normas que deben regir al concreto social.
Si se acepta este punto de partida, puede entenderse que la teoría del Estado tiene que ver, primeramente, con la coordinación de los tipos de funciones que hemos sumariamente señalado más arriba. En efecto: la relación básica entre ingreso y gasto público plantea una cuestión que debe resolverse necesariamente con carácter previo a las otras interrelaciones de funcionamiento.
Estado de Bienestar: la mediación entre capitalismo y democracia.
Existen dos creaciones del complejo capitalista (intelectuales, políticos, empresarios) que han tenido como propósito mediar entre el mercado – un eufemismo para disimular intereses bien concretos de los poseedores del capital- y la democracia: el welfare state y el keynesianismo. El término welfare state que dió lugar a lo que conocemos como Estado de Bienestar, vió la luz en Londres, en 1945 en una homilía pronunciada por Wlliam Temple, a la sazón Arzobispo de Canterbury. En aquellos tiempos de la inmediata Segunda Postguerra, la tensión entre el “mundo libre”, democrático y capitalista y el comunismo soviético, ni democrático ni capitalista, los más lúcidos intérpretes occidentales de la oposición dialéctica Oeste-Este entendieron con claridad que las profundas desigualdades sociales que exhibían los aliados iban a dar lugar, inevitablemente, a graves conflictos interiores protagonizados por los partidos políticos que asumieran la insatisfacción de vastos sectores de la población cuyas necesidades más acuciantes se verían aumentadas por los efectos desastrosos de la guerra contra las potencias del Eje. De aquí que resultara imprescindible encontrar un método eficaz para contener y controlar las demandas de quienes no se resignaban a ser indefinidamente proletarios de bajos ingresos con ninguna perspectiva de ascenso en la escala social.
Los inventores del EDB tenían perfecta conciencia acerca de la necesidad de administrar las sociedades nacionales de manera tal que la díada capitalismo-democracia se perpetuase como sistema político, a salvo de impulsos revolucionarios que bien podrían aspirar a instaurar alguna forma, violenta o no, de socialismo real. Los teóricos adscriptos a los grandes conglomerados económico-financieros, idearon una forma de control social que, en lugar de basarse en la represión de dichos impulsos, los absorbieran mediante la puesta en funcionamiento de mecanismos institucionales destinados a subvenir las principales carencias de todos los que no alcanzaban a hacerlo a través de los ingresos que les permitía obtener el mercado de trabajo. La administración de las sociedades nacionales, se pensaba correctamente, o se la remitía a la autorregulación de los mercados o se admitía un cierto volumen de intervención estatal a costa del erario público destinada, como se dijo antes, a paliar la insuficiencia de los ingresos de quienes padecían necesidades insatisfechas mediante la implementación de prestaciones públicas, gratuitas y universales.
El liberalismo reforzado tanto por la victoria en la guerra contra “los fascismos” como por la necesidad de fortalecer el frente político interno ante la amenaza del “comunismo soviético” y confiado en la autorregulación de los mercados se vió confrontado por las tendencias favorables a una intervención moderada y acotada del Estado tendente a impedir la profundización de los desequilibrios sociales, agravados por las secuelas de la guerra. Las social-democracias fueron los partidos que más aportaron a la teoría del EDB y así lo expresaba el “Diccionario de Política” dirigido por Norberto Bobbio y Nicola Matteucci: “Ahora, el mercado autorregulado y el principio de igualdad tienen exigencias incompatibles entre sí puesto que el primero exige la no intervención del Estado y el segundo, por el contrario, postula que el Estado debe asumir la carga de eliminar todos los obstáculos que objetivamente impiden a los ciudadanos menos pudientes gozar de los derechos políticos y sociales formalmente reconocidos. La sociedad trata de defenderse del mercado autorregulado que produce miseria, desigualdad, desocupación y alienación y, a través de la acción del Estado, trata de poner límites precisos al imperialismo de la lógica capitalista” (Op. Cit. Tomo I, pág. 611)
De esta contundente toma de posición ante la alternativa entre Estado y Mercado, se desprenden algunos de los ítems que habrían de conformar la creación y puesta en funciones del welfare state. En primer lugar, queda en claro que entre los “derechos políticos y sociales formalmente reconocidos” y la realidad existe una brecha que debe reconocerse primero y cerrarse inmediatamente después. El liberalismo de postguerra aducía que en un sistema democrático que garantice constitucionalmente las libertades individuales, todos los ciudadanos no tendrían obstáculos en acceder a los bienes que el capitalismo ponía a disposición de cada individuo en la misma medida en que cada uno se comportase meritoriamente, siempre y cuando el Estado – los gobernantes- no aplicasen políticas que limitasen la libre competencia entre las empresas mediante regulaciones de cualquier tipo que fueren y cualesquiera sean las motivaciones altruístas con las que se quisiera fundamentar la intervención estatal.
Seguidamente, hay que prestar atención a lo afirmado respecto de la sociedad “que trata de defenderse del mercado autorregulado…” Se postula, conforme esta oposición que se considera irreductible que, entre la sociedad y los mercados liberados de regulaciones estatales, existe una relación conflictiva que lógicamente involucra violencias en estado crítico y la consiguiente represión por parte del Estado capitalista. Que es precisamente lo que se busca evitar mediante la instauración del EDB.
La Historia de los países económicamente desarrollados de Occidente, nos demuestra que el Estado de Bienestar logró imponer sus premisas axiomáticas hasta que décadas después comenzara su lento desguace mediante el desfianciamiento del gasto público social y la privatización de los principales servicios que constituían la esencia de las políticas sociales del welfare state.
Continuará: “Auge y decadencia del Estado de Bienestar”.